jueves, 10 de agosto de 2017

Cervantes en Inglaterra • José de Armas


Esta conferencia fue leída en el Ateneo –de Madrid– por mi querido amigo el eminente escritor y poeta D. Alberto Valero Martín, a quien doy público testimonio de mi agradecimiento.
José de Armas. 1916


José de Armas y Cárdenas

La Habana, 27.3.1866 – 28.12.1919 
Fue miembro de la Academia de la Historia de Cuba, de la Real Academia Española y de The Hispanic Society of America, de Nueva York.

Cervantes en la literatura inglesa

Inglaterra es la nación que más ha hecho en el mundo por la gloria de Cervantes, la mayor gloria de España, y reconocer y explicar la colaboración admirable de los ingleses en el universal tributo al autor del Quijote, y la influencia de este libro en su rica y grandiosa literatura, es, sobre todo, un acto de justicia. 

En el memorable mes de mayo de 1588; la «Invencible Armada» salió de Lisboa a someter a los ingleses al dominio de Felipe II. ¿Quién puede dudar que Shakespeare, mozo entonces de veinticuatro años, sentiría el patriótico fervor de todo su país, unido para defender su independencia bajo los estandartes de la reina Isabel? 

Cervantes, pasada ya la segunda mitad de la vida, inválido glorioso, y más después de su dura esclavitud, contribuyó como agente modesto a proveer los barcos españoles (1). El fracaso de la Armada no concluyó la guerra, ni abatió la rivalidad entre ambos pueblos, que se mantuvo aún después de concertadas las paces entre los sucesores de Isabel y de Felipe II. Las plumas no permanecieron ociosas mientras las espadas combatían o los gobiernos se engañaban. Una de las causas de la ira de Felipe, y según graves historiadores la que hubo de resolverlo al envío de la expedición formidable, fueron las burlas a su persona en una comedia inglesa. Peores agravios lo aguardaban aún. Para sólo citar un caso, Spenser lo retrató en un tipo odioso y pequeño de The Faery Queen. (2)
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(1) Desde el 18 de septiembre de 1587 y hasta mayo de 1588 Cervantes estuvo en Andalucía como comisario de abastecimiento de grano y aceite para la Armada.

(2) En octubre de 1589, Spenser viajó a Inglaterra y conoció a la reina. Después de la publicación de los tres primeros libros de la Faerie Queene, en 1590, Spenser estaba ya muy decepcionado con la monarquía; entre otras cosas, porque la pensión anual que le concedió la Reina, era menor de lo que le hubiera gustado, pero también porque su percepción humanista de la corte de Elizabeth "quedó destrozada por lo que vio allí". Sin embargo, a pesar de estas frustraciones, Spenser "mantuvo sus prejuicios aristocráticos”, según los cuales, por ejemplo, aseguraba que sólo pueden ser virtuosas las personas nacidas dentro de la aristocracia.
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El poema épico The Faerie Queene, impreso por William Ponsonby en 1590.

Briton Rivière -Una and the Lion-, de La Reina Hada

Isabel, por acá, no salió mejor librada. Lope de Vega, uno de los expedicionarios de la “Invencible(3), escribió La Dragontea, y si admitimos la interpretación de Ticknor sobre una frase del propio poema, tan lleno de resonantes insultos contra los ingleses, Lope comparó a Isabel con la prostituta de Babilonia, que pinta el Apocalipsis vestida de rojo. 

Góngora la llamó también “mujer de muchos» y “loba libidinosa y fiera”, y a sus supuestos amores con los condes de Leicester y de Essex aludieron otros autores castellanos. Preciso es tener en cuenta que la discordia de los reyes y el rigor de las luchas políticas, se unía con la pasión religiosa. Para la católica España, la protestante Inglaterra era un monstruo entre las naciones; para la liberal Inglaterra, España era el país de la Inquisición y la tiranía.
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(3). Al parecer, Lope se hallaba a bordo en una primera salida, tras la cual, parte de las naves tuvieron que volver a La Coruña a causa de una tempestad. Efectuadas las necesarias reparaciones, no hay noticia de que el escritor volviera a embarcar en la segunda salida.
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Pues bien; a pesar de estos odios sangrientos, de esta irreducible enemistad entre ingleses y españoles, el historiador y el crítico observan, admirados, que en todas las obras de Shakespeare, escritas para satisfacer el gusto público, no hay una línea, una frase que ofenda a España. Ello explica que, según ha dicho Sir Sidney Lee, el ejemplar primero de esas obras, publicadas en el famoso Folio de 1623, que salió de Inglaterra, lo trajo a España Gondomar, embajador de Su Majestad Católica en Londres, y defensor celosísimo de la honra de su patria y de su rey.

Portada de la edición First Folio con un retrato de William Shakespeare grabado por Martin Droeshout. A causa de su escaso parecido con el famoso Retrato Chandos, se ha cuestionado su autenticidad, aunque, en realidad, la falta de documentación sobre el aspecto real del dramaturgo, no permite concluir nada con seguridad.

Y en las obras de Cervantes hay más de una alusión a esa enemiga Inglaterra, a ese conde de Essex, que saqueó a Cádiz y atacó a Lisboa; a esa reina tan contraria al poder español, y siempre con respeto y cortesía. Porque Shakespeare y Cervantes fueron “superhombres”, en el sentido más exacto de la palabra, no por la crueldad que nos empuja hacia el bajo nivel de los brutos, sino por la tolerancia, la justicia y el amor, que nos elevan hasta los ángeles. 

La española inglesa no ocupa, desde luego, el primer lugar entre las Novelas ejemplares; pero es una de las que contiene mayores rasgos del genio de su autor; sobre todo, su rara inventiva, su constante amenidad y su arte maravilloso en la pintura de los sentimientos. 

Imprenta Juan de la Cuesta, 1613

Los personajes ingleses son casi todos simpáticos. Hasta la dama de la reina, que intenta envenenar a la protagonista, lo hace llevada del amor de madre. El traidor, que procura asesinar al héroe, obra a impulsos avasalladores: el despecho y los celos. El joven y valiente marino, novio y finalmente esposo de la bella heroína, es un perfecto hidalgo, y sus padres, aunque católicos, modelos, al propio tiempo, de lealtad a su patria. La misma reina Isabel, si pudiera elegir ahora entre las descripciones de su carácter legadas a la posteridad por sus amigos y enemigos, designaría la que aparece en las inmortales páginas de la «novela ejemplar» de Cervantes. 

John Harrington, el traductor inglés de Ariosto, ahijado de la reina y gran favorito suyo, la presenta en las memorias donde reconoce sus favores y le tributa los elogios más cultos, interesada, tacaña y envidiosa de los encantos de otras mujeres. Según Harrington, la solterona Isabel, a quien no faltaron numerosos pretendientes, entre ellos el mismo Felipe II, era opuesta a matrimonios

Según Cervantes, era liberal, entusiasta por la belleza femenina y protectora de los enamorados. No oculta éste tampoco las prendas de su intelecto, principalmente su habilidad lingüística, observando, y sin duda era verdad, que entendía la lengua castellana. Por último, no la creía, en privado, enemiga de los españoles, y es muy probable que tuviera razón. «Hasta el nombre me contenta» (le hace decir cuando sabe que Isabela es también la protagonista); «no le faltaba más que llamarse Isabela la española, para que no me quedase nada de perfección que desear en ella». 

Aunque Cervantes no estuvo en Inglaterra, ni hablaba el inglés, es innegable que adquirió un conocimiento muy preciso de aquel país y una gran estimación por sus méritos. Sabía que Londres no era sólo una ciudad populosa, sino una corte esplendente. Fue, con efecto, la primera en este sentido en tiempo de Enrique VIII, y conservó su prestigio en el de Isabel. Por esta razón, «la señora Oriana», deseando la campesina comodidad y el reposo, desconocidos en la existencia agitada y deslumbrante de los palacios, manifiesta a Dulcinea, en el célebre soneto del Quijote, que desearía “a Miraflores puesto en el Toboso”, y le añade que «trocara su Londres por tu aldea». También en la pintura de la misma corte londinense, trazada con tanto arte en La española inglesa, se adivinan la majestad de la soberana y el lujo de sus damas, como si leyéramos el relato minucioso que de su visita a los propios lugares, en 1598, escribió el alemán Paxil Hentzer. Con muchas palabras comunica Hentzer a sus lectores una impresión exactísima de la dignidad de la reina y del respeto que inspiraba a sus súbditos. Con poco esfuerzo, y casi indirectamente, logra Cervantes el mismo resultado. La relación del viajero será, pues, de más importancia para la historia, pero el cuadro del novelista lo es para el arte. 

¿No referiría a Cervantes el escritor inglés John/James? Mabbe (4) las peculiares grandezas de Londres? ¿No le hablaría, mejor que ningún libro, del prestigio y autoridad de Isabel? Mabbe estuvo en Madrid de 1611 a 1613, en calidad de agregado a la misión especial enviada por Jacobo I para las negociaciones matrimoniales entre el príncipe Enrique de Inglaterra y la infanta doña Ana
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(4) James Mabbe/Mab (1572-1642), poeta, hispanista y traductor. Se graduó en el Magdalen College, de la Universidad de Oxford y tradujo al inglés una parte de la obra de Miguel de Cervantes; Guzmán de Alfarache (1623) de Mateo Alemán y La Celestina, en 1631.
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Henry Prince of Wales , c. 1610 (1594-1612), de Robert Peake el Viejo (NPG)
Ana de Austria, 1614 (1691-1686) de J. Pantoja de la Cruz, (Fundación Yannick y Ben Jakober)

Cervantes, según es bien sabido, era visitado con curiosidad por diplomáticos extranjeros. (Mabbe, admirador, igualmente, de Mateo Alemán, y traductor de la historia de su pícaro, como lo fue de la Celestina, hizo una versión de las Novelas Ejemplares, que, aun cuando incompleta, no cede, según es fama, a los originales españoles. […] Como quiera que sea, la consideración de Cervantes por Inglaterra era extraordinaria, no sólo por el espíritu y sabiduría de sus hijos, sino hasta por las ventajas naturales de su territorio. “En aquella isla templada y fertilísima» — dice en el Persiles, y nada más cierto que estas calificaciones — , “no sólo no se crían lobos, pero ningún otro animal nocivo»...; «que si algún animal ponzoñoso traen de otras partes a Inglaterra» — añade con evidente exageración — , “en llegando a ella muere».

Nada improbable es que Cervantes se enterara de la popularidad de su gran libro entre los ingleses. La traducción de Shelton se publicó en 1612, y tres años después — en 1615 — , es verdad que no la menciona el capítulo tercero de la segunda parte del Quijote, al hablar del éxito de la primera parte. Pero este capítulo se escribió, con seguridad, ocho años antes de 1615, pues en él se lee que la edición de Amberes (Cervantes se equivocó y dijo Amberes por Bruselas) se está imprimiendo, y esa edición es de 1607. 

Traducción de Shelton. Ed. 1615

El hecho es que apenas llegó a Londres un ejemplar del Quijote de Bruselas, púsose a traducirlo Thomas Shelton, quien terminó febrilmente su trabajo en cuarenta días, y lo dejó luego en manuscrito cinco años. Pero no fue necesaria su publicación para que Don Quijote y su historia adquirieran allí muy pronto universal renombre.

Fitzmaurice-Kelly, que agota el asunto en su edición de Shelton de 1896, y en su admirable disertación de 1905 ante la Academia Británica, trabajo al que he de referirme más de una vez en el curso de esta conferencia, dice que ya en 1607 George Wilkins alude en una de sus comedias a la aventura de los molinos de viento, y que en 1608 lo mismo hizo Middleton

En 1610, un personaje de Ben Jonson habla en The Epicene de “encerrarse un mes en su habitación leyendo a Amadís o Don Quijote», Al año siguiente, en The Alchemist, Jonson vuelve a referirse, según el propio crítico, a los dos andantes caballeros. No es extraño, ciertamente, porque más tarde, en 1623, cuando un incendio consumió su biblioteca, reunida con tantos sacrificios, escribió la “Execración a Vulcano”, donde alude, entre triste e irónico, a “la sabia librería de Don Quijote», y “a toda la suma de la caballería andante, con sus damas y enanos, sus bajeles y muelles encantados, los Tristanes, Lanzarotes, Turpines y los Pares, los locos Rolandos y los dulces Oliveros». Ben Jonson, para la crítica de nuestros días, es el segundo de los autores dramáticos ingleses en su época; mas para sus contemporáneos fue el más eminente en todos los géneros, el escritor por excelencia, como en España lo era Lope por encima de Cervantes. 

A 1611 pertenecen, también, según Fitzmaurice-Kelly, una comedia de Fletcher, otra de Nataniel Field y otra de Massinger, las tres inspiradas en la historia del Curioso impertinente. No es posible negar que estos autores leyeron a Cervantes en español, porque la primera traducción francesa del Quijote es de 1614

Aunque publicada en 1613, es de 1611 o de antes, la curiosa imitación escénica de las aventuras de Alonso Quijano por Beaumont y Fletcher (The Knight of the burning pestle). La segunda parte del «Ingenioso hidalgo» fue recibida con igual o mayor entusiasmo, si es posible, que la primera, y se leyó en español en la edición de Bruselas de 1616, antes de publicarse en inglés por el propio Shelton en 1620.

Mucha fue la popularidad del insigne libro en España durante la vida de su autor; pero no más grande que en Inglaterra. Mientras aquí la estimaba el pueblo y la desconocían o desdeñaban la aristocracia y los literatos, allí todas las clases sociales la leían y admiraban. En la historia literaria no hay otro caso, en verdad, de un libro que haya adquirido, casi al publicarse, reputación tan enorme en un país extranjero. 

De nacer Cervantes en Inglaterra, puede afirmarse que el Quijote no habría tenido más admiradores entre los ingleses. Tal vez entonces no lo habría hecho; tal vez, en virtud de su gran afición al teatro, siguiera la senda de Shakespeare. De todos modos, no es infundado suponer que personalmente hubiera sido más feliz. Nadie ignora que Cervantes pereció en la pobreza, mientras Shakespeare murió en su hogar apacible, rodeado del respeto de sus convecinos, y legando a su familia y a sus amigos y compañeros de profesión, una sólida y bien ganada fortuna.

A pesar de la boga del Quijote, las Novelas ejemplares lo aventajaron en proporcionar asuntos e ideas a los autores ingleses en la segunda mitad del siglo XVII. Según observa el profesor F. A. Schelling, Cervantes fue más explotado en sus argumentos por los dramaturgos británicos en aquel siglo que otros españoles superiores a él en la literatura dramática. Lope de Vega, con ser tan fecundo, no inspiró a ningún autor, en el reinado de Jacobo I, que fue cuando el teatro de España más se puso a contribución por los compatriotas de Shakespeare. Ni John Fletcher, que escribió catorce comedias inspiradas en fuentes españolas — sobre todo en Cervantes — , se acordó de Lope. 

¿A qué causa atribuir un hecho en apariencia tan extraño? Lope es el primer poeta dramático y, tal vez, el primero lírico en nuestra lengua, además del genuino representante de la mentalidad española en sus días. Pero Cervantes, como dijo de Shakespeare Ben Jonson, no es de un país ni de una época, sino de todos los hombres y de todos los tiempos. 

Hablar minuciosamente de cuantos autores dramáticos se inspiraron en Cervantes en Inglaterra desde el siglo XVII, o demostraron su admiración por él, citando en sus obras ideas y frases suyas, sería materia para un volumen, y repetir lo que mejor se ha dicho por ilustres historiadores. Fitzmaurice-Kelly, en su mencionado discurso de la Academia Británica; los autores de la monumental Historia de la literatura inglesa, de la Universidad de Cambridge; Adolphus William Ward, en su no menos celebrada Historia de la literatura dramática en Inglaterra hasta la muerte de la Reina Ana; Jusserand en su grandiosa Historia literaria del pueblo inglés, Schelling, de Pennsylvania, en su sabio libro sobre el Drama Isabeliano, en el cual aprovechó los apuntes inéditos sobre literatura española de su amigo el hispanista George Buchanan, y el alemán Emil Koeppel, han señalado, una por una, todas las deudas del teatro inglés a la rica imaginación del manco de Lepanto


Massinger, Middleton, Rowe, Fletcher, Davenant, Glapthorne, Shirley, Aphra Behn, d'Urfey y otros, podrían llenar una rica biblioteca de admiradores e imitadores de Cervantes. La influencia de éste ha sido, sin embargo, tan universal, que difícil sería no descubrir en otros países ejemplos igualmente numerosos de la impresión hecha por sus obras sobre ingenios preclaros, y con especialidad por el Quijote. Mas el papel de Inglaterra es de mayor importancia aún en la literatura cervantina, y en este aspecto superior hemos de considerarlo; porque no sólo a los ingleses se debe la atención del mundo sobre la novela sublime, sino que Cervantes ha tenido la fortuna de inspirar en aquel país a escritores que son, como él, encanto de las musas y orgullo del género humano. 

Sírvanos esta verdad de compensación por la pérdida dolorosa de la comedia que el más grande de los ingleses escribió inspirándose en las desventuras de Cardenio, y fue destruida por las llamas con el célebre teatro el Globo, en 1613. Pero no importa: Inglaterra no merece menos el nombre y la gloria de segunda patria de Cervantes. 

El más conocido y citado de los imitadores ingleses del Quijote no es, sin embargo, el que merece mayores elogios. Samuel Butler publicó su poema satírico Hudibrás en tres partes, los años de 1663, 1664 y 1668, y su libro es un clásico de la lengua inglesa, en la que ha dejado frases y versos, repetidos hoy en la conversación familiar, sin que la mayoría conozca su verdadero origen. Hudibrás es un ejemplo muy notable de facilidad e ironía. Mantiene constantemente la sonrisa en los labios, y raras veces cansa; mérito grande si reparamos en su longitud, en sus muchas alusiones a puntos de controversia teológica, y en que sus versos son pareados. Pero en el fondo es, por desgracia, no una imitación, ni siquiera una parodia, sino una antítesis grotesca del Quijote. Cuanto hay en Cervantes de elevación, generosidad y humana indulgencia, muestra Butler de intolerancia, pequeñez y malicia. Quiso reír del puritanismo, justamente cuando acababa de caer, y se afirmaba la restauración de los Estuardos con Carlos II; pero no comprendió, y ese fue su primer tropiezo, el gran espíritu altruista del hidalgo de la Mancha. Un loco que sale a combatir en favor de los débiles podrá ser ridículo por los resultados materiales de sus acciones, pero nunca por su idea. ¿En qué se parece el falso entusiasmo religioso de Hudibrás al quijotismo, todo sinceridad y nobleza?

Samuel Butler, 1612-1680

Tal vez influyó en Butler la lectura de las Divertidas Notas sobre Don Quijote (Pleasant notes upon Don Quixote), que en 1654 dio a la estampa en Londres Edmund Gayton

Divertida, en realidad, es esta obra, esbozo de un comentario y llena de alusiones políticas; pero la novela de Cervantes sólo aparece en sus páginas juzgada en su aspecto superficial y burlón. Butler fue más allá de estos límites, y lógico es el éxito que en el vulgo alcanzó inmediatamente su poema: halagaba a los vencedores, y cubría de oprobio a los vencidos.


Por el célebre diarista Samuel Pepys se sabe que “todo el mundo” vio en Hudibrás un gran alarde de ingenio, aunque él —de cuyos sentimientos monárquicos y amor a la Restauración no cabe sospechar— opinaba lo contrario. Algo de repugnante había en la sátira, cuando su autor no fue premiado por el gobierno y murió en estrechez y olvido. 

La risa de Swift es amarga, pero se dirige contra el orgullo de los poderosos y la maldad de nuestros corazones. La risa de Butler es cruel y rufianesca, es la burla contra el caído, la burla sin compasión y sin justicia. 

Tiene el puritanismo inglés aspectos censurables, que en política han conducido a la intolerancia y en religión a la hipocresía. En el libro encantador sobre la vida del coronel Hutchinson, escrito por su viuda (Hutchinson fue uno de los que firmaron la sentencia de muerte de Carlos I), esos aspectos sombríos se exponen con más elocuencia y exactitud que en la obra de Butler, pero haciendo, a la vez, resaltar, que no fue poco, cuanto en los puritanos hubo de sublime. Como éstos combatieron el teatro, y hasta lo suprimieron completamente, después de larga y encarnizada lucha ante la opinión, las comedias de la época de Isabel y Jacobo I están llenas, también, de ataques al puritanismo. 

Ben Jonson lo fustigó con saña, y hasta el dulce Shakespeare le lanzó envenenadas saetas. Pero, en rigor, lo que ellos censuraron no fue el puritanismo, sino su máscara, la mentira, el disimulo, no de los puritanos, sino de los fingidos puritanos. Cuando la exaltación religiosa, cuando el culto ardiente por la verdad, la caridad, la castidad y el respeto a los lazos matrimoniales, se ejercía por hombres como ese mismo coronel Hutchinson, o más tarde, cuando pasaban de labio a labio las crueles aleluyas de Hudibrás, por un William Penn, ¿quién puede negarles su admiración? Los grandes y memorables servicios que los puritanos y sus continuadores hicieron a la libertad y al derecho los reconoce la historia, y su benéfica influencia sobre el carácter inglés nadie puede discutirla. ¿Qué es, en realidad, un caballero puritano del tipo de Hutchinson sino un caballero andante del tipo de Don Quijote?

La fidelidad a la dama, la protección al desvalido, la indignación y la arrogancia contra los abusos de la fuerza, la fe profunda en Dios y el firme, el inquebrantable convencimiento en el triunfo final del bien y de la justicia, son los rasgos comunes de los puritanos ingleses y del manchego hidalgo de Cervantes. Nada más lógico que en un mundo dominado por la malicia y el egoísmo, esos nobles sentimientos sólo produzcan el escarnio y el infortunio. 

La superioridad moral de Cervantes consiste en haber hecho al honor y la caballerosidad brillar en medio de las sombras de la locura, y a pesar de la ignominia lanzada contra ellos por la estupidez de las almas viles. Es evidente que existen entre el puritanismo de buena fe y el quijotismo de buena fe notables semejanzas, y es posible que por esto, la simpatía por el Quijote haya sido siempre tan grande en Inglaterra. De todos modos, ningún imitador del ingenioso libro merece un puesto cerca de su autor, si no sabe templar con la compasión la burla y mantener el entusiasmo por la virtud aun en medio de sus tristes derrotas. 

Fielding supo hacerlo, y es el hermano menor de Cervantes. Si la Historia de las Aventuras de Joseph Andrews y su amigo Mr. Abraham Adams, publicada en 1743, figura en primer término entre las imitaciones del Quijote, como novela original y cuadro de la sociedad inglesa en su tiempo, es una de las obras más geniales que ha creado la imaginación humana. Dice Walter Scott que Fielding es el más inglés de todos los novelistas ingleses, y esta observación es muy cierta. Pero añade que sus novelas no sólo son intraducibles, sino que no pueden comprenderse por quienes no conozcan de modo íntimo y constante los hombres y las costumbres de la vieja Inglaterra.

Henry Fielding

En apoyo de su opinión, la más autorizada posible, cita Scott a los personajes de Joseph Andrews. Scott, sin embargo, se equivoca. Joseph Andrews, la novela más inglesa imaginable, es una imitación del Quijote, el más español de todos los libros, y los personajes de Fielding, ingleses hasta la medula, como españoles son los de Cervantes, se comprenden y admiran en el mundo entero, porque son también seres humanos de realismo sorprendente. ¿Quién puede, con efecto, dudar de la realidad de unos; y otros? («Aunque sea muy propio asunto para la investigación de los críticos» — dice Fielding — «saber si el pastor Grisóstomo, quien según Cervantes nos informa, murió de amor por la hermosa Marcela, que lo odiaba, estuvo en España nunca, “¿dudará nadie que semejante tonto hubo de existir? ¿Hay alguien tan escéptico que no crea en la locura de Cardenio, en la perfidia de Fernando, en la curiosidad impertinente de Anselmo, en la debilidad de Camila, en la irresoluta amistad de Lotario?” De esta manera se adelantó el insigne novelista inglés a contestar en Joseph Andrews la observación de que sus caracteres, por demasiado nacionales y hasta locales, sólo podrán tener un escenario reducido, y su respuesta se halla en una de las varias alusiones que hizo a Cervantes, de quien se vanaglorió en ser discípulo y de quien habla siempre con la más entusiasta de las admiraciones. Además de Don Quijote, tipo ideal, sirvió a Fielding de tipo real para hacer el retrato del cura de aldea Mr. Abraham Adams, su amigo el reverendo Mr. William Young, gran helenista y admirador de Esquilo, como Adams, y si no hubo de exagerar el pintor, también un santo sobre la tierra. Ni en este rasgo el original y la copia ingleses dejan de parecerse al modelo español, porque la santidad no faltaba a Don Quijote, según ya lo observó Sancho el bueno, testigo y partícipe de su vida ejemplar y cristiana. 

Sabemos que Joseph Andrews fue una sátira contra la Pamela, de Richardson. Este autor, que comenzó a escribir para el público después de los cincuenta años, y tuvo un éxito fulminante con sus tres voluminosas producciones (Pamela, Clarissa Harlow y Sir Charles Grandison) , fue un reformador, en un sentido, y un gran corruptor en otro. 

La reforma consistió en tomar sus asuntos y personajes de todas las clases de la sociedad, creando así la novela de carácter y análisis psicológico. Pamela es la historia de una criada que resiste heroicamente los atentados contra su honra, del hijo de sus señores, y llega a casarse con él y ser una gran dama. Pero aunque Richardson, según él decía, se inspiró en la naturaleza, introdujo a la vez en sus obras un falso sentimentalismo, que, pretendiendo llegar a lo sublime, cae en la afectación y el tedio. «Bueno es imitar la naturaleza, pero no hasta el aburrimiento», cuéntase que dijo D'Alembert después de haber intentado la lectura de Richardson, y a pesar de que, probablemente, fue en la traducción francesa del ameno abate Prévost. 

Contra tal afectación, contra el amaneramiento y los pujos de fingida moralidad de Richardson, dirigió Fielding el acero de su sátira, como Cervantes contra los libros de caballería. 

Coleridge, uno de los grandes críticos ingleses que más ha penetrado en el alma de Cervantes, sostuvo, precisamente cuando predominaba en Europa la idea de que el Quijote era un ataque a los sentimientos caballerescos, que el inmortal escritor español no combatió la caballería andante, sino las malas novelas que la pusieron en ridículo

Fielding, también, aun cuando fue acusado por Richardson y su grupo de bachilleras de haber querido escarnecer la virtud, sólo combatió la hipocresía. ¿Hay personajes más virtuosos y amables que los suyos? ¿Hay pintura más completa que Joseph Andrews de los vicios y carcomas de la sociedad inglesa en aquel ominoso tiempo del gobierno de Walpole, cuando la administración de justicia no existía y la iglesia anglicana daba ejemplos increíbles de corrupción y estupidez? 

Robert Walpole, Primer Ministro, objeto de las críticas de Fielding, y acérrimo enemigo del autor, a quien logró vetar como dramaturgo.

Los mismos propósitos dé Cervantes animaron a Fielding: destruir una mala literatura y trazar un cuadro de su país y de su época. El autor inglés, no obstante su realismo, ajustó su libro al del autor castellano, e hizo viajar a sus personajes por las ventas que en Inglaterra entonces recordaban bastante las de España. Pintó a Joseph Andrews resistiendo la seducción de una Maritornes rubia, de ojos derechos y menos maloliente, pero tan aficionada a los hombres como la otra, y al buen Adams, luchando con jayanes y malandrines, defendiendo la doncellez de una campesina virtuosa, remedo feliz de Dulcinea, y dando y recibiendo de continuo palos y puñadas. Hasta para haber más parecido entre los novelistas y sus obras, Fielding fue autor dramático de escasa fortuna (Don Quijote en Inglaterra es, por cierto, una de sus intentonas en el teatro), y en Joseph Andrews refiere el diálogo que tuvieron un poeta y un autor, continuación admirable del muy famoso sobre las comedias de España entre el cura y el canónigo, cuando el pobre Don Quijote volvía encantado a su aldea. 

Henry Fielding, 1707-54

Si el propósito de Fielding fue igual al de Cervantes, el efecto también lo fue. Cervantes enterró los libros de caballería; Fielding hizo reír a expensas de los de Richardson, y hoy que Richardson es sólo un nombre, Fielding tiene lectores entusiastas. Su reputación se funda, antes que en Joseph Andrews, en Tom Jones — la más famosa de sus creaciones, donde es muy perceptible aún el influjo de Cervantes — y en Amelia, novela extraordinaria de sentimiento, que cautiva por el interés y la emoción honda y constante. Sabemos que él prefería a Joseph Andrews, y aunque los autores no suelen ser sus críticos más acertados, es posible que no se equivocara. Fielding no es un vulgar imitador. Es, al contrario, uno de los talentos más originales que ha existido. 

Pero supo admirar y sorprender los secretos de un maestro, a la vez que, como el maestro, copiaba la verdad y la vida. Admirar es sentir y sentir la primera condición para crear. Todos los genios originales en el arte, han sido como él grandes admiradores. 

Diez y ocho años después de la publicación de Joseph Andrews —en 1760— salieron a luz en Londres los dos primeros volúmenes de la Vida y aventuras de Tristram Shandy, y su autor, Laurence Sterne, entró de lleno en la popularidad y la gloria. 

Laurence Sterne, 1713–1768, de Sir Joshua Reynolds

Si su libro no lo indicara claramente sabríamos por el propio Sterne que Cervantes fue uno de los autores que lo influenciaron. Su imitación es menos aparente que la de Fielding, y alternada con la de otros escritores, sobre todo franceses, y Rabelais en primera línea. Marivaux también influyó más sobre Sterne que sobre Fielding. 

La manera especialísima de Sterne, que le confiere un puesto único en la literatura, esa manera insinuante, entre dulce e irónica, que nadie ha podido imitar en ninguna lengua, y ha inmortalizado Tristram Shandy, a pesar de su falta de acción, y las páginas breves y deleitosas del Viaje sentimental, tiene de Rabelais y de Montaigne los cortes abruptos e inesperados, de Marivaux el arte de la sugestión indirecta y delicada, y de Cervantes la robusta alegría. 

Una de las páginas inmortales de Sterne en el Viaje sentimental es la dolorosa lamentación del campesino sobre su asno muerto. La escena, según afirma un testigo, fue copiada de la realidad; pero la realidad se repite, y Sterne, al pintarla, recordaría los ayes desconsolados de Sancho por la pérdida del rucio. 

Es un ejemplo extraordinario este de la influencia de Cervantes sobre Fielding y Sterne. Con excepción, tal vez, de Homero y Virgilio, ningún genio literario ha cautivado con tanta fuerza a otros de lengua distinta, y si no de su altura, muy dignos de colocarse cerca de él, como cautivó Cervantes a aquellos dos admirables novelistas. La influencia del Quijote en Francia fue notable en los siglos XVII y XVIII, pero nada produjo igual a Joseph Andrews o Tristram Shandy. Y es que así como existen entre el puritanismo inglés y el quijotismo español grandes analogías, hay entre el humorismo inglés, representado por Sterne y por Fielding, y la sátira castellana de Cervantes, un parecido enorme de fondo y forma.

«Un escritor de inclinaciones humorísticas» — dice Thackeray — “casi seguramente es de natural filantrópico, de gran sensibilidad, fácil de impresionarse por el dolor o el placer, agudo conocedor de los temperamentos de la gente que lo rodea y simpatizador de sus alegrías, de sus amores, de sus juegos y de sus lágrimas.» “El humor” —añade—, «es ingenio y amor al propio tiempo, y seguramente el mejor humor es el que contiene más humanidad, el que está sazonado con más bondad y ternura.» 

En estas palabras de uno de los insignes escritores y humoristas ingleses está la verdadera esencia del humorismo, tanto el de Sterne y Fielding en el siglo XVIIl como el del propio Thackeray y Dickens en el XIX. Ni siquiera puede exceptuarse, por lo sombrío e iracundo, el de Swift, aquel gran aborrecedor de los hombres, porque su odio surge del espectáculo de la maldad humana, y es, por consiguiente, una expresión de filantropía, no por anormal menos sincera. 

Risa y filantropía, ingenio y amor, ¿no brillan acaso, como resplandores del alma de Cervantes, en las páginas profundas y amenas, elocuentes y divertidas, llenas de ironía sutil y, a la vez, de honda compasión, de ese libro generoso que se llama el Quijote? 

Como si fuera poco presentar Inglaterra a un Fielding y a un Sterne en la lista de los discípulos de Cervantes, hay todavía otro nombre de un gran autor inglés, Tobías George Smollet, que vivió de 1721 a 1771, y que merece en este aspecto honores muy altos. Un sentimiento disculpable, por lo humano, de vanidad nacional —Smollet era escocés— ha hecho a Walter Scott ponerlo junto a Fielding y a Sterne, y aun reconocerle a veces cualidades superiores a ellos. Mas aunque Smollet haya sido bastante olvidado del público, no cabe prescindir de su nombre en el estudio histórico de la novela inglesa, ni de su reputación, tan considerable en su época, que el propio Scott creía sus obras “el imperecedero monumento levantado por su genio a su fama». 

Las Aventuras de Sir Lancelot Greaves, por Smollet, aparecieron en partes entre 1 760 y 1761, y la obra completa en 1762. El protagonista es un exaltado que, sin sufrir, como Don Quijote, alucinaciones, pero inspirándose en su amor a la justicia, se viste de armadura y sale con lanza sobre brioso corcel a arreglar el mundo. Sir Lancelot es joven y hermoso, no como el buen hidalgo de la Mancha, viejo, seco y avellanado. Otro personaje de la novela, el capitán Crowe, capitán de un buque mercante, se contagia con el héroe y adopta su misma resolución.

Smollet se adelanta a contestar a los críticos sobre la inverosimilitud y extravagancia de que en la segunda mitad del siglo XVIII se le ocurra a un hombre, que no aparece loco de remate, lanzarse en busca de aventuras con las armas antiguas de sus abuelos. “¡Cómo!» — dice en la novela un escéptico llamado Ferret, al entusiasta Sir Lancelot — “¿sale usted ahora hecho un moderno Don Quijote? La idea es harto vieja y extravagante. Lo que fue una humorística y oportuna sátira en España hace cerca de doscientos años, será una triste burla, llevada a la práctica por mera afectación, en nuestros días en Inglaterra.» 

Sir Lancelot responde con un largo discurso sobre la maldad humana. Esquiva la verdadera fuerza del argumento de Ferret y termina diciendo que «lleva las armas de sus antepasados para remediar los males que están fuera del alcance de la ley; para descubrir el fraude y la traición; abatir la insolencia; herir al orgullo; atemorizar la calumnia; deshonrar la inmodestia y estigmatizar la ingratitud.» Pero tan buenas intenciones no salvan el libro, a pesar de que hay en él excelentes pinturas de personajes y escenas reales.

Tobías George Smollett, 1721–1771. NPG

Diez años más tarde — en 1771 — publicó Smollet La expedición de Humphry Clinker, la única de sus obras que tiene lectores hoy, y en la cual se nota mucho también la influencia del Quijote. Humphry Clinker es, según Thackeray, el cuento más provocante a risa que se ha escrito en el mundo desde que se conoció el arte de la novela. 

Smollet, hombre de carácter violento y agresivo, aunque noble y caballeroso, fue rival de Fielding, y Sir Lancelot Greaves un competidor de Joseph Andrews. Pero la posteridad ha dado con justicia la palma al autor de Amelia. Los cervantistas, sin embargo, debemos a Smollet honda gratitud por su entusiasmo por nuestro ídolo.

La idea de escribir las aventuras de Sir Lancelot le ocurrió cuando hacía su traducción del Quijote, obra que dedicó a don Ricardo Wall, primer secretario de estado de Su Majestad Católica, y gran amigo suyo. Otras traducciones al inglés de la gran novela existían ya después de la de Shelton, que revisada por el capitán John Stevens, hubo de reimprimirse en 1700 y 1706. 

Peter Motteux, hugonote francés, refugiado en Inglaterra, publicó una traducción también en el primer año del siglo XVIII que, además de contener el primer boceto biográfico de Cervantes, aventaja en fidelidad a la anterior, y a la que en 1687 había dado a luz John Philips. Por último, en 1742 el pintor Charles Jarves tradujo el Quijote otra vez, superando a sus predecesores

El interés de los ingleses creció con tantas traducciones rivales y contribuyó a aumentarlo la admirable edición del original español hecha en Londres en 1738 por el librero Tonson, bajo los auspicios de lord Carteret y de la reina Carolina. 

Lord Carteret, como sabemos, encargó al ilustre valenciano don Gregorio Mayans y Siscar la primera biografía extensa de Cervantes, que figura al frente de la obra. 

Lord Carteret, de William Hoare. NPG 

Caroline of Brunswick. Princesa de Gales. Victoria and Albert Museum

Gregorio Mayans y Siscar

Todo esto animó a Smollet a emprender su traducción, en la seguridad (que no fue defraudada) de obtener el favor público. Así como Motteaux buscó las faltas de Shelton, Smollet fue implacable para las de Motteaux. Su tarea era relativamente fácil, porque la versión, muy exacta, de Jarves le fue indicando los errores de aquél. Smollet, en suma, puso en inglés más elegante a Jarves, aunque, según observa muy justamente Lord Woodhouselee, la traducción de Motteaux sigue siendo superior a la suya. 

El siglo XVIII fue fecundo en imitaciones inglesas de Cervantes. En 1719, Arbuthnot, el famoso médico y satírico, amigo de Swift y de Pope, publicó su Vida y Aventuras de Don Bilioso de l'Estomac, que no honran mucho ni al autor ni al modelo. Charlotte Lennox, norteamericana, hija del coronel Ramsay, gobernador de New York, y de quien dijo, por su carácter extraño, Mrs. Thrale, la amiga de Samuel Johnson, “que todo el mundo la admiraba y nadie la quería», publicó en 1752 El Quijote Femenino (The female Quixote), que mereció los elogios del propio Johnson y los más entusiastas de Fielding, alcanzando también en el público boga tan grande como inmerecida. No más digno de elogios es El Quijote espiritual (The spiritual Quixote), por Richard Graves, de 1773.

¡Lástima que Coleridge se equivocara al decir que Robinson Crusoe se inspiró en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, ya traducidos al inglés cien años antes de la aparición de la novela de Defoe, por Mathew Lownes, en 1619! Pero si no podemos colocar el gran nombre de Daniel Defoe en esta larga lista cervantina, otra gloria, más humilde, sin duda, pero más útil para los admiradores de Cervantes, corresponde a los ingleses en la última década de aquel siglo. 

Fue, efectivamente, en 1781 cuando apareció en Londres el primer comentario del Quijote, escrito en lengua castellana por el reverendo John Bowle. En este libro curioso y admirable, que inaugura un género representado gloriosamente en España por don Diego Clemencín, en el siglo XIX, y en nuestros días por el sabio director de la Biblioteca Nacional y maestro de cervantistas don Francisco Rodríguez Marín, Bowle demostró haber leído todos los libros de caballería que menciona Cervantes y otros que olvidó o no hubo de conocer. El profundo comentador señaló al propio tiempo los prosistas y poetas del siglo XVI, españoles e italianos, que influyeron en Cervantes, y con maestría asombrosa en un extranjero, las bellezas literarias del Quijote, y hasta muchas de sus peculiaridades lingüísticas. 
Historia del Famoso Cavallero Don Quixote de la Mancha
Edition by Rev. John Bowle. London 1781

Lo asombroso es que Bowle aprendió el español en Inglaterra, sin haber venido nunca a España ni haber estado en país alguno donde se hablara nuestro idioma. El castellano tiene, como el francés, dificultades casi insuperables para un extranjero, y el comentario de Bowle se resiente, como es natural, de no pocos barbarismos y frases extrañas. Pero es, con todo, un trabajo notable por la erudición y la crítica, una mina que explotaron después otros comentadores, Pellicer y Bastús principalmente, y que ha sobrevivido a las censuras apasionadas de algunos contemporáneos. La lista de los suscriptores al libro de Bowle (éste era un modesto vicario en Idmiston, y tuvo que hacerse de la protección de los aficionados a las buenas letras para realizar su magno empeño) comprende los nombres más ilustres de Inglaterra y prueba la general admiración del país por la novela sublime. 

Mi objeto no es enumerar los estudios y opiniones sobre Cervantes de los críticos y grandes escritores ingleses: sólo he querido señalar la influencia extraordinaria del autor español en una de las más ricas y originales, si no la más original y rica de las literaturas europeas. Pero séame permitido observar que en Inglaterra se han escrito tantas o más biografías de Cervantes como en España, y que la mejor y más completa hasta hoy es la que con el modesto título deMemoria” publicó Fitzmaurice-Kelly en 1914, y espera todavía traductor castellano. 

Con muy justificada satisfacción ha dicho este eminente hispanista que su patria fue la primera en traducir el Quijote, la primera en publicarlo en español lujosamente, la primera en publicar una biografía de Cervantes, la primera en hacer el comentario de su libro y la primera en publicar una edición crítica de su texto, la de 1899. 

Memoria. J. Fitzmaurice Kelly

El Quijote, cabe añadir, ha inspirado la mayor admiración a los ingleses más ilustres por la inteligencia, desde Byron, para quien leerlo en castellano era un placer ante el cual todos los demás se desvanecen, hasta Macaulay, que sintetizó en una frase el juicio de la humanidad, diciendo que «fuera de toda comparación, es la mejor novela que se ha hecho en el mundo». 

Mucha honra ha ganado España como patria de Cervantes, y muy legítimo es nuestro orgullo — el de españoles y descendientes de españoles — en pertenecer a su misma raza y hablar el idioma, rico y sonoro, en que él eternizó sus pensamientos. Inglaterra, aunque Shakespeare bastaba para su gloria, ha querido también tener la nuestra. Nosotros debemos agradecer su deseo, y confesar que merece el lauro, ganado por tantos ilustres ingleses admiradores y discípulos del autor del Quijote. Es muy frecuente en nuestros días oír hablar de pueblos envidiosos y de pueblos envidiados; pero si a la emulación podemos llamar envidia, ésta, que ha sido tan fecunda para el arte, eleva a ambas naciones. Como el propio Cervantes dijo, es, de las dos envidias que hay, «la santa, la noble y la bien intencionada» . 
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