lunes, 2 de enero de 2017

HISTORIA DE ROMA VII • LA REPÚBLICA Y LA GUERRA • SAGUNTO


La guerra fue, sin duda, la herramienta de la expansión romana. Es casi incontable el número de encuentros bélicos que se produjeron a lo largo de los 500 años durante los cuales pervivió el sistema republicano. A pesar de los sucesivos altibajos y de los numerosos problemas de carácter social surgidos, de un modo u otro, como consecuencia de las innumerables levas, reformas políticas, etc. que, con frecuencia parecieron minar el proceso expansivo, Roma creció como un gigante imparable, aunque, finalmente se vio obligada a frenar su propia inercia conquistadora y su afán ilimitado de imponerse por la fuerza de las armas, en tan amplísimo entorno geográfico.

Para la época del establecimiento de la República, S.P.Q.R. la extensión territorial de Roma y su área de influencia, no podían compararse con Grecia o Cartago, pero aquel desequilibrio habrá sufrido un desplazamiento radical cinco siglos después, por medio de una gradual, pero definitiva, inversión de fuerzas.

Roma, año 500 - Imperio Romano de Occidente

Roma pasó de ser una pequeña ciudad a convertirse en la capital de un vasto y complejo imperio, formado por una gran variedad de pueblos y civilizaciones, que, como sabemos, marcaría el devenir del Occidente europeo, así como en los territorios de la cuenca Mediterránea.

Durante este período, la mayor parte de las conquistas romanas en el Mediterráneo y en Europa, se produjo entre los siglos III y II aC. Durante el siglo I, como ya hemos apuntado, se produjeron numerosos conflictos sociales, coincidiendo con un momento brillantísimo en el terreno cultural, de gran influencia helenística, durante el cual, algunas de sus principales figuras se convirtieron en la referencia cultural de Occidente durante siglos.




Las primeras guerras iniciadas por Roma servían a fines expansivos y, en ocasiones, a la defensa; se trataba de proteger la ciudad-estado de las naciones vecinas y de establecer su propio territorio en la región. En el período semi-legendario de la joven República, las fuentes dicen que fue atacada dos veces por ejércitos etruscos, la primera, en torno al año 509, que se supone provocada por Tarquinio el Soberbio, el monarca desterrado, en su intento de recuperar el poder en Roma. En 508, el mismo Tarquinio persuadiría a Porsena, rey de Clusium, para que declarara la guerra a Roma en apoyo de sus reclamaciones.

Los vecinos más próximos de Roma eran las ciudades Latinas cuyo sistema tribal era similar al de Roma, y los Sabinos, que vivían en los Apeninos. Roma venció uno a uno a todos aquellos adversarios que estaban o habían estado bajo dominio etrusco, del que ya se habían liberado, como la propia Roma.

Roma venció a Lavinium y Tusculum, en la Batalla del Lago Regilo, en 496; a los Sabinos, en 449; a los Equos y a los Volscos, en la Batalla del Monte Algido del año 458 y por la de Corbione, en 446, ocupó Antium;  ya en 377 venció también a los Auruncos en la Batalla de Aricie.

Fue derrotada, sin embargo, por los etruscos de Veyes en la batalla de Cremere, en 477, pero tomó Fidenas en 435 y Veyes en 396. Tras esta última victoria, los romanos terminaron la conquista de su vecindad inmediata y aseguraron su posición contra la amenaza que representaban los pueblos de los Apeninos. Aun así, sólo controlaba una región muy limitada y todavía no era más que una potencia menor –las ruinas de Veyes se encuentran en la periferia de la Roma actual–. Sus posibilidades comerciales apenas atraían la atención de los griegos, principal potencia y referente de la época. 

La mayor parte de Italia estaba entonces en poder de Latinos, Sabinos y Samnitas en la parte central; había colonias griegas en el sur, y pueblos celtas, principalmente, Galos, en el norte. La civilización celta, estaba entonces en plena expansión y avanzó, aun sin demasiada cohesión, por gran parte de Europa. Estos pueblos Celtas, infligirán a Roma una humillante derrota, que retrasará temporalmente su expansión, e incluso dejarán su huella en la consciencia colectiva de los romanos.




En 390, tribus galas invadieron y ocuparon el norte de Italia. En su mayor parte eran desconocidos para los romanos, a los que, hasta entonces, sólo afectaba la seguridad de su entorno, pero la alerta apareció cuando una tribu particularmente belicosa, los Senones, invadió la provincia etrusca de Siena y atacó Clusium, muy próxima a la zona de influencia romana.

Clusium, agotada por los impuestos y la dureza del ejército ocupante, llamó a Roma en su ayuda, pero al sentirse menospreciados por los embajadores romanos, los Senones juraron vengarse y convirtieron a Roma en su objetivo prioritario.

Los dos ejércitos se enfrentaron en la batalla de Alia, y los galos, mandados por el jefe Brennus, infligieron una sonada derrota a los romanos, a los que persiguieron hasta Roma, que saquearon en parte, hasta que la ciudad pagó por su liberación.

Los historiadores romanos; Tito Livio, Apiano y Florus, dicen que los galos fueron vencidos y expulsados de Roma por un ejército de socorro mandado por Marcus Furius Camillus, pero los historiadores modernos dudan de esta versión, que consideran versión de la de propaganda romana, que intentaría atenuar así la humillación sufrida.

Algunas guerras más enfrentaron de manera intermitente a galos y romanos en Italia durante más de dos siglos. Los galos vencieron en Arretium en 284 y Fiésole, en 225, pero fueron vencidos en el lago Vadimon en 283; Telamón, en 225; Clastidium, en 222 y Cremona, en el 200. En todo caso, el  problema celta sólo se resolvería tras la conquista de la Galia por Julio César.


Los romanos se repusieron rápidamente de las pérdidas y reemprendieron su expansión por Italia. A pesar de los éxitos precedentes, el dominio del centro de Italia no suponía entonces un objetivo, pero los Samnitas, que formaban un pueblo tan marcial, y tan rico como ellos, también tenían el objetivo de obtener más tierras en las fértiles llanuras sobre las que Roma se extendía. 

La Primera Guerra Samnita: 343-341, empezó por incursiones samnitas sobre el territorio romano, provocando una petición de ayuda por parte de Capua, igualmente asediada por aquellos. En esta ocasión, los romanos fueron vencedores en las batallas del Monte Gauro y de Suessula, pero no pudieron disfrutar de su ventaja, en razón de la revuelta de algunos de sus aliados latinos, lo que les obligó a afrontar las Guerras Latinas: 340-338, contra sus antiguos aliados, antes de intentar defenderse de las incursiones samnitas.


Pero Roma venció a los Latinos en las batallas del Vesubio y de Trifanum, tras las cuales, aquellos hubieron de someterse a su dominio y no volvieron a rebelarse durante los dos siglos siguientes, tal vez a causa del indulgente trato recibido de los romanos después de la guerra.

La Segunda Guerra Samnita: 327-304, estalló tras la fundación de la colonia de Fregellae, en 328. Este conflicto resultó mucho más largo y difícil que el primero para las partes beligerantes; durante más de veinte años, 24 batallas comportaron pérdidas masivas en ambos lados y los dos tuvieron diversos cambios de fortuna durante ese tiempo. Los samnitas tomaron Neápolis en 327, que los romanos recuperaron posteriormente. 

Roma sufrió después dos derrotas; primero, en las Horcas Caudinas, un estrecho paso entre dos montañas al oeste de Capua, en los Apeninos, por el cual los romanos querían pasar para llegar a Luceria, que por falsas informaciones, creían atacada. Cercados por los Samnitas, mandados por Caius Pontius, los romanos, amenazados con ser aplastados por las rocas que aquellos lanzaban desde los altos del paso, se vieron obligados a rendirse sin combatir. 

La segunda derrota romana se produjo en Lautulae. Apiano describió la humillación sufrida por el ejército romano: los soldados fueron desarmados, despojados de sus vestimentas y, vestidos con una túnica, fueron obligados a pasar de uno en uno por debajo de una lanza horizontal dispuesta sobre otras dos clavadas en el suelo, que obligaban a los vencidos a inclinarse para pasar. Este episodio, fue llamado el paso bajo el yugo y se convirtió en expresión tópica, referida a una situación deshonrosa inevitable.

Charles Gleyre, artista Suizo (1806-1874). Los Helvecios (Tigurinos) fuerzan a los romanos a pasar bajo el yugo

A partir de entonces, disminuyeron los enfrentamientos y en 316 se firmó una tregua con la cesión de Fregellae a los samnitas. Las hostilidades se rompieron en 314, tras la anexión de Capua por parte de los romanos, que lograron una serie de victorias a partir de aquel año y eliminaron uno a uno a los aliados de los samnitas, tanto Etruscos como Hérnicos. Después recuperaron Fregellae, en 313 y ya en 305 Roma logró una victoria decisiva en Bovianum, que obligó a los samnitas a pedir la paz; la batalla acabó con la moral de estos últimos, que no pudieron seguir luchando y fueron obligados a aceptar unos términos de paz dictados por Roma, muy poco generosos.  Sobre territorio samnita, los romanos fundaron varias colonias, como Minturnes, Sinuessa o Venusia.

Tercera Guerra Samnita: 298-290

Siete años después de las anteriores victorias, el dominio de Roma sobre la región, parecía asegurado, pero los samnitas se sublevaron de nuevo, con el apoyo de antiguos enemigos de la urbe, que sin embargo, volvió a vencer en Tifernum y en Sentinum, en 295, tras enfrentarse a Samnitas, Senones, Etruscos y Ombrios. Los romanos invadieron el territorio samnita y vencieron en 293 en la Batalla de Aquilonia. Los samnitas capitularon en 290.

Una nueva victoria de los romanos en Populonia, en 282, aceleró la decadencia de los etruscos y fijó la posición dominante de Roma en toda la península italiana, a excepción de la Magna Grecia y de la Llanura del Po.




A principios del siglo III aC. Roma había sometido a los Samnitas y a las ciudades Latinas, además de reducir considerablemente la influencia etrusca, pero aún no se había enfrentado a las dos potencias que dominaban la cuenca mediterránea en la época: Cartago y los reinos Griegos. El sur de Italia se hallaba bajo control de las colonias griegas de la Magna Grecia, aliadas con los Samnitas y la constante expansión romana apuntaba a un inevitable conflicto con ellas.

Así pues, aquellos territorios fueron invadidos y saqueados por un ejército romano mandado por Lucius Aemilius Barbula; Tarento llamó en su ayuda a Pirro, rey de Épiro, que, motivado por su obligación hacia un aliado y su deseo de éxito militar, desembarcó en suelo italiano en el 280 aC. al mando de un ejército de 25.000 hombres y con un contingente de elefantes de guerra. Las ciudades griegas y las tribus del sur de Italia se unieron a su ejército. 

Los romanos nunca habían visto elefantes de guerra, por lo que estos jugaron un importante papel en las victorias de Pirro en las batallas de Heraklea -280- y Ausculum -279-.


A pesar de aquellas victorias, la posición de Pirro en Italia era insostenible. Los romanos se negaron rotundamente a negociar con él mientras su ejército permaneciera en Italia. Roma obtuvo además el apoyo de Cartago y, contra las esperanzas de Pirro, ninguno de los demás pueblos de Italia abandonó a los romanos para unirse a él. Por otra parte, aquellas dos victorias se habían cobrado demasiados hombres, por lo que decidió retirarse de la península y preparar una campaña en Sicilia contra Cartago, dejando que sus aliados lucharan contra los romanos.

Pero la campaña siciliana de Pirro se atascó tras un éxito inicial y el rey de Épiro volvió a Italia a solicitud de las ciudades de Magna Grecia para enfrentarse una vez más a los romanos. 

En 275, los dos ejércitos se enfrentaron en Beneventum, pero esta vez, los romanos habían mejorado sus técnicas de combate para enfrentarse con eficacia a los elefantes de guerra. La batalla, aunque indecisa, fue más favorable a Roma, y Pirro, sabiendo que su ejército estaba agotado tras años de campaña en el extranjero y teniendo pocas esperanzas de obtener alguna victoria, abandonó Italia definitivamente.

A pesar del valor de su adversario y de las dificultades que sufrió en el transcurso de la guerra, Roma demostró que era capaz de medir sus fuerzas con las más grandes potencias militares del Mediterráneo y que los griegos eran incapaces de defender sus colonias en Italia. Tras la retirada de Pirro, sometió rápidamente toda la Magna Grecia, excepto Sicilia, adueñándose de Tarento en 272. 

Fortalecida por su dominio sobre la mayor parte de la península italiana, Roma buscó entonces nuevas tierras para conquistar; dado que los Alpes constituían una barrera natural al norte, y que no les entusiasmaba la idea de enfrentarse de nuevo a los Galos, se pensó en Sicilia, un objetivo que la enfrentaría directamente con su antigua aliada, Cartago.


Cartago contra Roma

Estas fueron las primeras guerras que Roma libró fuera del territorio de la península italiana y constituyeron, probablemente, el conflicto más importante de la Antigüedad, hasta entonces. A su favor, tenía Roma el hecho de ser el Estado más poderoso del Mediterráneo Occidental, cuyo territorio ya se extendía por Sicilia, África del Norte y la Península Ibérica.

Parece interesante recordar aquí, brevemente, la historia de aquella floreciente Cartago, potencia dominante en el Mediterráneo Occidental, que finalmente, el año 146 dC. sería borrada de la faz de la tierra, recordando a su legendaria reina Dido, la trágica enamorada del Eneas superviviente del desastre de Troya

Cartago era una ciudad plenamente republicana, fundada 70 años antes que Roma, y, en principio, más próspera y rica que esta, con 400000 habitantes; edificios de hasta siete plantas, alcantarillado y baños públicos.

El año 476 caían sobre la ciudad romana los Vándalos, para ser recuperada en 534 por el conde bizantino Beliasario, manteniéndose bajo influencia del Imperio de Oriente hasta el año 705, cuando un ataque musulmán la reduce de nuevo a cenizas tras masacrar a sus habitantes. Posteriormente caería sobre ella la VIII Cruzada, en 1270 al mando del monarca francés Louis IX, que murió in situ. Pasaría después a las manos de Barbarroja, a quien a su vez se la arrebataría Carlos V, aunque se vio obligado a abandonarla muy pronto… Históricamente, no hay peor fortuna que la que puede correr una ciudad y su población, por el delito de constituir por sí misma, un gran valor estratégico; esta característica, la costó a la vieja Cartago, ser destruida una y otra vez por potencias contrarias entre sí, en busca de su posesión.




La Primera Guerra Púnica empezó en 264, cuando las ciudades sicilianas convocaron a las dos potencias, Roma y Cartago, con el fin de intentar zanjar sus diferencias. La prisa mostrada por ambas, para dejarse involucrar en los asuntos de Sicilia, indica la voluntad de ambas de sopesar mutuamente sus posibilidades, sin tener que pasar por una guerra aniquiladora. Tras un primer análisis, hubo desacuerdo en las esferas políticas romanas sobre la posibilidad de proseguir, o no, la guerra.

Algunas batallas terrestres, especialmente, la de Agrigento, se desarrollaron en Sicilia al principio de la guerra, pero pronto se transformó en una batalla naval, dominio en el que los romanos carecían entonces de experiencia, pues antes de comenzar la guerra, no existía una armada romana propiamente dicha, ya que todos los conflictos precedentes en los que participaron, habían sido terrestres. La guerra contra Cartago, gran potencia marítima, obligó a los romanos a construir rápidamente una flota y a entrenar marineros a toda prisa. Con todo, el primer encuentro naval de la guerra, en las islas Lípari, fue un desastre para Roma.


No obstante, después de entrenar nuevos marineros y de inventar un sistema de abordaje conocido como corvus –una especie de pasarela móvil que podía tenderse entre dos naves-, una flota romana comandada por Caius Duilius infligió una durísima derrota a los cartagineses en la batalla de Mylas (260).

Recreación del Corvus

Así, en apenas cuatro años, y sin experiencia previa, Roma logró superar en combate a una potencia marítima mayor, imponiendo los combates por abordaje. Después de Mylas obtuvieron sucesivas victorias, en Tindaris y en Cabo Ecnomo.

Tras hacerse con el control del mar, los romanos desembarcaron en la costa africana con una armada mandada por Régulus, que venció a Cartago en la batalla de Adys (255) obligando a los vencidos a pedir la paz, pero, bajo unas condiciones tan duras, que las negociaciones fracasaron y los cartagineses reclutaron a Xantipo, un mercenario espartano al que puso al mando de su flota y que logró destruir la armada romana en la Batalla de Túnez (255), en la que Régulus fue hecho prisionero.

A pesar de aquella derrota en suelo africano, seguida de otra, que pocos años después se produjo en Drépano (249), los romanos alcanzaron un triunfo decisivo en la batalla de las Islas Égates (241) que dejó a Cartago sin flota, y sin fondos para construir otra. La ruina financiera y el desastre moral fueron tan dolorosos para Cartago, que se vio obligada a pedir una paz, ya sin condiciones, pasando, en consecuencia, Sicilia a convertirse en provincia romana. En el transcurso de los veinte años siguientes, Roma derrotó también a los Ligures, en Lombardía, y a los Insubres en la Galia Cisalpina.




Entre 218 y 201

Aníbal, miembro de la poderosa familia cartaginesa de los Barca, se apoderó de Sagunto tras un largo asedio (219-218); una ciudad íbera que tenía acuerdos diplomáticos con Roma. Después levantó un ejército y se lanzó sobre Italia tras su celebérrima Travesía de los Alpes, tras la cual derrotó a Roma en Tesino, en un breve combate de caballería; resultó igualmente victorioso en Trebia, en el lago Trasimeno y en Cannas, después de un enfrentamiento considerado como una obra maestra de concepción táctica, que creó sobre la persona de Aníbal la leyenda de que era capaz de destruir a los ejércitos romanos, sólo con proponérselo.

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SAGUNTO

Polibio, en sus Historias, Libro III, explica con pocas palabras la estrategia de Aníbal.

Era el año primero de la Olimpíada ciento cuarenta. Aníbal levantó el campo y avanzó con sus tropas desde Cartagena, marchando hacia Sagunto. Esta ciudad no está lejos del mar, y al pie mismo de una región montañosa que une los límites de la Iberia y de la Celtiberia; dista de la costa unos siete estadios. Sus habitantes se alimentan del país, que es muy feraz, y sobrepasa en fertilidad a todos los de Hispania.

Aníbal, pues, acampó allí, y estableció un asedio muy activo, ya que preveía muchas ventajas para el futuro si conseguía tomar la ciudad por la fuerza.

Creía, en primer lugar, que quitaría a los romanos la esperanza de hacer la guerra en Hispania, y después que, si intimidaba a todos, volvería más dóciles a los ya sometidos, y más cautos a los iberos que conservaban todavía la independencia. Pero lo principal era, que al no dejar atrás a ningún enemigo, podría continuar su marcha hacia el norte sin ningún peligro. Además, suponía que iba a disfrutar de recursos en abundancia para sus empresas, que infundiría coraje a sus soldados con la ganancia que cada uno lograría, y que con el botín que enviaría procuraría la prosperidad de los cartagineses residentes en la metrópoli.

Haciendo tales cálculos, proseguía el asedio con firmeza: a veces daba ejemplo a sus tropas y participaba de la fatiga de las operaciones, otras las arengaba y arrostraba audazmente los peligros. Tras sostener penalidades y preocupaciones de todas clases, tomó la ciudad al asalto tras ocho meses. Se apoderó de muchas riquezas, de prisioneros y de bagaje. El dinero, según su propósito inicial, lo reservó para sus propios proyectos; los prisioneros, los distribuyó entre sus soldados, según el merecimiento de cada uno, y remitió el bagaje íntegro a Cartago sin pérdida de tiempo.

Al obrar así, ni erró en sus cálculos ni falló en su propósito inicial: aumentó en los soldados el ardor combativo y predispuso a los cartagineses para lo que les anunciaba. Y con tales pertrechos y provisiones él mismo logró muchas cosas útiles después.

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En este punto de mi obra –escribe a su vez Tito Livio, tengo derecho a decir por adelantado lo que muchos historiadores manifiestan en el conjunto de la suya: que voy a narrar por escrito la guerra más memorable de cuantas se llevaron jamás a cabo, la que hicieron los cartagineses, capitaneados por Aníbal, contra el pueblo romano. En efecto, no hubo otras naciones o pueblos más dotados de recursos que midieran sus armas, ni estos mismos contaron en ningún otro momento con tantos efectivos y tantas fuerzas. La suerte de la guerra tuvo tantas alternativas y su resultado final fue tan incierto que corrieron mayor peligro los que vencieron. 

Le dolía la pérdida de Sicilia y Cerdeña a aquel hombre de gran espíritu, pues en su opinión, Sicilia se había entregado al dar por perdida la situación de forma demasiado precipitada, y en cuanto a Cerdeña, opinaba que los romanos se habían apoderado de ella a traición durante la rebelión de África.

Aníbal estaba dándole vueltas a la idea de una guerra de mayor alcance que la que estaba haciendo, y que los cartagineses hubiesen llevado a cabo con Amílcar, en Italia, si este hubiera vivido más tiempo.

Moneda cartaginesa con la efigie de Amílcar Barca

Pero la muerte de Amílcar, muy oportuna, y la corta edad de Aníbal aplazaron la guerra. Durante el período intermedio entre el padre y el hijo, casi ocho años, tomó el mando Asdrúbal el Bello, que en la flor de la edad, según cuentan, se ganó, primero la voluntad de Amílcar, por lo que fue promocionado a yerno, en atención sin duda a otros rasgos de su carácter, y como era el yerno, fue puesto en el poder por influencia del partido de los Barca, más que mediana entre la tropa y la plebe, aunque claramente en contra de la voluntad de los nobles. Asdrúbal, recurriendo a la prudencia en mayor medida que a la fuerza, estableció lazos de hospitalidad con otros reyes menores y se ganó a nuevos pueblos, con los cuales incrementó su poder e influencia, pero siempre por la vía de la amistad más que por la de la guerra o las armas.

Moneda con la imagen de Asdrúbal

Sin embargo la paz no le supuso una mayor seguridad, porque un bárbaro, despechado porque había hecho morir a su amo, le cortó la cabeza públicamente, y después, apresado por los que estaban alrededor, mantuvo siempre un gesto de satisfacción en su rostro; a pesar incluso de ser sometido a tortura conservó tal semblante que, sobreponiéndose con alegría a los terribles dolores, parecía estar sonriendo. 

Al parecer, Asdrúbal había muerto valientemente en combate; fue decapitado, y su cabeza, metida en un zurrón, sería arrojada al campamento de su hermano Aníbal, en llamativo contraste con el tratamiento que este solía dar a los cuerpos de los Cónsules romanos caídos.

Con Asdrúbal, dado que había mostrado una sorprendente habilidad para atraerse a los pueblos e incorporarlos a su dominio, había renovado el pueblo romano el tratado de alianza según el cual el rio Ebro constituiría la línea de demarcación entre ambos imperios y se respetaría la independencia a los saguntinos, situados en la zona intermedia entre los dominios de ambos pueblos. 

No había dudas acerca de quién iba a suceder a Asdrúbal; el joven Aníbal fue llevado inmediatamente a la tienda de mando y allí aclamado general con un desbordante y unánime griterío, secundado también por el favor popular. En todo caso, la cuestión ya había sido tratada en el Senado.

Siendo este un adolescente, cuando los Barca se empeñaban en que se habituase a la vida militar y sucediese a su padre en el poder, Hannon, jefe del partido contrario, había dicho:

-Parece que Asdrúbal pide una cosa justa, pero yo, sin embargo, no creo que se deba conceder lo que pide. 

Después, como sus palabras atrajeron la atención de todos, sorprendidos ante un pronunciamiento tan ambiguo, añadió:

-Cree Asdrúbal –el yerno–, que la flor de la edad que él brindó a Amílcar, padre de Aníbal, la puede a su vez reclamar del hijo con todo derecho; pero no está bien, en absoluto, que a cambio del aprendizaje de la milicia, nosotros habituemos a nuestros jóvenes al capricho de los generales. 

¿Es que tenemos miedo a que el hijo de Amílcar tarde demasiado en ver los poderes desmedidos y esa especie de tiranía de su padre, y que tardemos más de la cuenta en hacernos esclavos del hijo de un rey a cuyo yerno se le han dejado nuestros ejércitos como una herencia? 

Yo estimo que se debe mantener a ese joven en casa sometido a las leyes y a las autoridades y que se le debe enseñar a vivir con los mismos derechos que los demás, no vaya a ser que en algún momento esta pequeña chispa provoque un enorme incendio.

Pocos, pero prácticamente los mejores, se mostraban de acuerdo con Hannon, pero como ocurre las más de las veces, la cantidad se impuso a la calidad.
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Enviado Aníbal a Iberia/Hispania, nada más llegar se ganó a todo el ejército: los soldados veteranos tenían la impresión de que había vuelto el Amílcar joven; veían la misma energía en sus rasgos, la misma fuerza en su mirada, la misma expresión en su semblante e idéntica fisonomía. Nunca un mismo carácter fue más dispuesto para cosas enteramente contrapuestas, como obedecer y mandar. No resultaría fácil, tampoco, discernir si era más apreciado por el general o por la tropa; ni Asdrúbal prefería a ningún otro para confiarle el mando cuando había que actuar con valor y denuedo, ni los soldados se mostraban más confiados o intrépidos con ningún otro jefe. 

Era el más audaz para afrontar los peligros, y el más prudente en medio de ellos. No había tarea capaz de fatigar su cuerpo o doblegar su moral; soportaba igual el calor y el frio y comía y bebía, sólo para calmar las necesidades naturales, no por placer. La vigilia y el sueño, los repartía indistintamente a lo largo del día o de la noche y sólo cuando le quedaba tiempo libre en sus actividades, y para el descanso, no buscaba ni un cómodo lecho, ni silencio; muchos lo vieron a menudo echado en el suelo, tapado con el capote militar, en medio de los puestos de guardia o de vigilancia. No se distinguía en absoluto entre los de su edad por la indumentaria, aunque sí llamaban la atención sus armas y sus caballos. Era, con diferencia, el mejor soldado de caballería y de infantería a un mismo tiempo; el primero en marchar al combate, y el ultimo en retirarse una vez trabada la pelea.

Pero las sobresalientes virtudes de este hombre se contrapesaban con defectos muy graves: una crueldad inhumana; una perfidia peor que púnica, una falta absoluta de franqueza y de honestidad; ningún temor a los dioses; ningún respeto por lo jurado y ningún escrúpulo religioso. 

Y con estas virtudes y vicios innatos militó durante tres años bajo el mando de Asdrúbal, sin descuidar nada de lo que debiera hacer o aprender, aquel que iba a convertirse en un gran general.

Aníbal

Así, desde el mismo día en que fue proclamado general, como si le hubiese sido asignada Italia por decreto y se le hubiese encargado la guerra contra Roma, persuadido de que no había momento que perder –no fuese a ocurrir que también a él como a su padre Amílcar y después a Asdrúbal lo sorprendiese alguna eventualidad mientras andaba en vacilaciones–, decidió hacer la guerra a los saguntinos. 

Y como al atacarlos iba a provocar con toda seguridad una reacción armada por parte de los romanos, llevó primero a su ejército al territorio de los olcades —pueblo situado en el territorio de los cartagineses, no exactamente bajo su dominio, al otro lado del Ebro— para dar la impresión, no de que había atacado a los saguntinos por iniciativa propia y sin casus belli, sino de que se había visto arrastrado a esta guerra por la concatenación de los hechos, una vez dominados y anexionados los pueblos circundantes. 

Asaltó y saqueó la rica ciudad de Cartala, capital de dicho pueblo, y, advertidas por esta amenaza, las ciudades más pequeñas se sometieron a su dominio y tributos. Un ejército victorioso y cargado de botín fue así conducido a Cartagena, a los cuarteles de invierno y allí, tras repartir con generosidad el botín y hacer efectivas las pagas atrasadas a los soldados, Aníbal se aseguró por completo las voluntades de conciudadanos y aliados. A principios de la primavera puso en marcha la guerra contra los vacceos

Las ciudades de Hermandica y Arbocala fueron tomadas por la fuerza. Arbocala se defendió largo tiempo gracias al valor y al número de sus habitantes. Después, los fugitivos de Hermandica, unidos con los exiliados olcades, dominados el verano anterior, instigaron a los carpetanos, y atacaron a Aníbal cuando volvía del territorio vacceo, no lejos del rio Tajo, desbaratando la marcha de su ejército cargado con el botín.

Aníbal eludió el combate de momento, pero después esperó que avanzaran hacia el río, al que se precipitaron de cualquier manera, sin mando alguno, por donde a cada uno le pillaba más cerca. Allí los atacó, a pie como iban, con su caballería. Buena parte de los confiados atacantes pereció así en el rio; incluso algunos, arrastrados en dirección al enemigo por una corriente llena de rápidos, fueron aplastados por los elefantes. Así, después de arrasar el territorio, en cosa de pocos días recibió también la sumisión de los carpetanos

Desde ese momento quedaba en poder de los cartagineses todo el territorio del otro lado del Ebro, exceptuados los saguntinos; con ellos no había guerra todavía pero ya se se habían producido los gérmenes bélicos, a base de enfrentamientos con sus vecinos, sobre todo, los turdetanos. Como estos últimos tenían el apoyo del mismo que promovía el conflicto y estaba claro que lo que buscaba era, no la discusión de un derecho sino la violencia, los saguntinos enviaron a Roma embajadores para pedir ayuda con vistas a una guerra de cuya inminencia ya no cabían dudas. 

Escipión

Eran cónsules en Roma por entonces Publio Cornelio Escipión y Tiberio Sempronio Longo. Se acordó enviar embajadores con el fin de examinar la situación de los aliados y, si les parecía que su causa lo merecía, que comunicasen formalmente a Aníbal que se abstuviese de tocar a los saguntinos, aliados del pueblo romano, y que cruzasen a África, a Cartago, y presentasen las quejas de los aliados del pueblo romano. 

Acordado, pero no efectuado aun el envío de esta embajada, llegó la noticia de que Sagunto, antes de lo que nadie se esperaba, estaba siendo atacada. 

Se volvió, pues, a considerar la cuestión por el senado; unos eran partidarios de que se desarrollase la acción por tierra y mar, asignándoseles a los cónsules Hispania y África como provincias, y otros de que se centrase en el suelo peninsular, contra Aníbal, la guerra en su totalidad. 

Había también quienes opinaban que no se debía desencadenar a la ligera una operación de tanta envergadura y que se debía esperar a que volvieran los embajadores. Se impuso este criterio, que parecía el más seguro, y así, se efectuó con la mayor prontitud el envío de los embajadores Publio Valerio Flaco y Quinto Bebio Tanfilo a Sagunto, a ver a Aníbal y si este no desistía de la guerra, a Cartago, a exigir la entrega del propio general como sanción por la ruptura del tratado. 
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Mientras los romanos debatían y preparaban estas medidas, ya Sagunto era objeto de un violentísimo ataque. Estaba esta ciudad, la más rica con mucho, del otro lado del Ebro, situada a unos mil pasos del mar. Sus habitantes eran oriundos, dicen, de la isla de Zaquinto, con los que se mezclaron también algunos del linaje de los rútulos procedentes de Ardea, cuyos recursos se habían desarrollado extremadamente en poco tiempo, con el producto del comercio marítimo y de la tierra, bien por el crecimiento de su población, o por la integridad de sus costumbres, con la que cultivaron la fidelidad a sus aliados hasta el punto de costarles la ruina.

Aníbal, con su ejército en son de guerra, se internó en su territorio y después de arrasar por completo sus campos por todas partes, atacó la ciudad por tres puntos. 

Había un ángulo de la muralla, que estaba orientado hacia un valle mas llano y abierto que el resto del contorno. En dirección a él decidió acercar los manteletes –gruesas tablas forradas de planchas de metal, que servían de resguardo contra los disparos, y que permitirían la aproximación del ariete a las murallas–. Pero así como el terreno alejado del muro resultó bastante apropiado para movilizar los manteletes, no tuvo, sin embargo, igual éxito el intento cuando llegó el momento de rematar la operación. Por una parte, los dominaba una enorme torre, y el muro estaba fortificado a una altura mayor que el resto, por lo que el lugar no ofrecía garantías, y, por otra parte, la juventud mas escogida ofrecía una resistencia más enconada allí donde se veía que el peligro era más amenazante. 

Empezaron por repeler al enemigo con proyectiles, sin dejar que los que realizaban las tareas de asedio estuviesen lo bastante a salvo en ninguna parte; después no solo blandían sus armas arrojadizas en defensa de las murallas y la torre, sino que incluso tenían coraje para salir bruscamente contra los puestos de vigilancia y las obras de asedio del enemigo, y en estos ataques en tromba apenas caían mas saguntinos que cartagineses.

Ahora bien, cuando el propio Aníbal, al acercarse al muro sin tomar las debidas precauciones, cayó herido de gravedad en la parte delantera del muslo por una jabalina de doble punta, la huida en torno suyo fue tan acusada y tan precipitada que poco faltó para que quedaran abandonados los trabajos de asedio y los manteletes.

Después, durante unos cuantos días, lo que hubo fue más un asedio que un ataque mientras se curaba la herida del general, aunque, si bien los combates fueron interrumpidos, no así los preparativos de las obras de asedio y de defensa, que no cesaron ni un momento. 

Los cartagineses contaban con efectivos muy abundantes; se cree, con bastante fundamento, que tenían unos ciento cincuenta mil combatientes. Los habitantes de la plaza, que habían comenzado a repartirse en múltiples direcciones, no daban abasto a acudir a todas partes y defenderlo todo, de modo que los muros sufrían ya los embates de los arietes y estaban debilitados en muchas partes; una de ellas, con sus derrumbes ininterrumpidos, había dejado la ciudad al descubierto; tres torres, sucesivamente, y todo el muro que las unía se habían venido abajo con gran estrepito. 

Los cartagineses dieron la plaza por tomada con este derrumbamiento, pero en aquel punto, desde uno y otro lado se precipitaron a la lucha; en orden de batalla tomaron posiciones, como en campo abierto, entre los escombros del muro y los edificios de la ciudad, distantes entre sí un trecho no muy largo. 

En un bando tensaba los ánimos la esperanza, y en el otro la desesperación, convencido el cartaginés de que con un poco de esfuerzo la toma de la ciudad era cosa hecha, y poniendo los saguntinos sus cuerpos como barrera delante de la ciudad desguarnecida de murallas, sin que ninguno diera un paso atrás. 

Los saguntinos disponían de la falárica, un arma arrojadiza con mango de abeto redondeado todo, excepto el extremo en el que se encajaba el hierro; este, cuadrado como el del pilum; lo envolvían con estopa y lo untaban de pez; el hierro, por otra parte, tenía tres pies de largo a fin de que pudiese traspasar el cuerpo a la vez que la armadura. Era especialmente temible, aunque quedase clavado en el escudo y no penetrase en el cuerpo, porque, como se le prendía fuego por el centro antes de lanzarlo, y con el propio movimiento la llama cobraba gran incremento, obligaba a soltar el escudo en el que se clavaba y dejaba al soldado desprotegido.


Falaria y pilum

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El combate se había mantenido incierto durante largo tiempo y la moral de los saguntinos estaba crecida porque, contra, lo que cabía esperar, se mantenían firmes, mientras que el cartaginés se consideraba vencido porque no estaba resultando vencedor, cuando súbitamente los habitantes de la plaza dando el grito de guerra rechazaron a los asaltantes hasta los escombros del muro; de allí, embarazados y en pleno desconcierto, los desalojaron violentamente, y por último los dispersaron, y poniéndolos en fuga, los obligaron a retirarse a su campamento. 

Entretanto, se supo que habían llegado unos embajadores de Roma. Aníbal envió emisarios a la costa, a su encuentro, para comunicarles que no iban a poder llegar hasta él con seguridad a través de tantos pueblos armados e incontrolables, añadiendo que ni él mismo tenía tiempo para escuchar embajadas en medio de una situación tan comprometida. 

Resultaba evidente que, al no ser recibidos se dirigirían inmediatamente a Cartago. Aníbal, en consecuencia, se anticipó, enviando mensajeros a los jefes de la facción de los Barca para que preparasen los ánimos de los suyos, no fuera a ser que la facción contraria a él pensara en hacer alguna concesión al pueblo romano.

De esta forma, aquella embajada resultó completamente inútil. Hannon, en solitario frente al senado, defendió la causa del tratado, en medio de un gran silencio, debido a su prestigio, pero no al hecho de que los oyentes le dieran su aprobación. En nombre de los dioses, árbitros y testigos de los tratados, hizo un llamamiento a los senadores para que no desencadenaran una guerra con Roma a la vez que con Sagunto; él ya los había prevenido para que no enviasen al ejército a un descendiente de Amílcar, porque mientras quedase algún superviviente de la sangre y el nombre de los Barca, no tendrían estabilidad los tratados con Roma.

-Enviasteis al ejército, echando leña al fuego, a un joven que ardía en ansias de realeza y que tenía entre ceja y ceja un único camino para conseguirla: vivir rodeado de legiones armadas, empalmando una guerra con otra. Alimentasteis, por tanto, estas llamas en que ahora os abrasáis. Vuestros ejércitos asedian Sagunto, cosa que les prohíbe un tratado; por lo que, pronto asediarán Cartago las legiones romanas. 

¿Es que no conocéis al enemigo, o no os conocéis a vosotros mismos, o no conocéis la suerte de uno y otro pueblo? A unos embajadores que venían de parte de unos aliados romanos, vuestro general no los recibió en su campamento; violando el derecho de gentes. Ellos, no obstante, rechazados de donde no se rechaza ni siquiera a los embajadores enemigos, se presentaron a vosotros; exigiendo una reparación de acuerdo con el tratado; no se falte oficialmente a la palabra: reclaman al culpable responsable del delito. Cuanto más moderadamente actúan, cuanto más tardan en pasar a la acción, más persistente temo que sea su dureza cuando empiecen. 

Ahora, Aníbal cerca a Cartago con sus manteletes y sus torres; bate con el ariete las ruinas de Sagunto —!ojala resulte yo un falso adivino!— esto caerá sobre vuestras cabezas, y la guerra iniciada contra los saguntinos habrá que mantenerla contra los romanos. ¿Vamos entonces a entregar a Aníbal?, diréis. 

Soy consciente de que mi autoridad en esta cuestión es escasa debido a mi enemistad con su padre; pero si me alegré de la muerte de Amílcar fue porque si él estuviera vivo estaríamos ya en guerra con los romanos, y a este joven lo detesto profundamente como genio maligno y atizador de esta guerra; y no solo debe ser entregado como reparación por la violación del tratado sino que, aun en caso de que nadie lo reclamase, habría que deportarlo al último confín del mar y de la tierra, relegarlo a un lugar desde donde no pudiese llegar hasta nosotros ni su nombre, ni su fama, ni él pudiese turbar la situación de tranquilidad de la población. 

Esto es lo que yo pienso. 

Mi parecer es que se deben enviar inmediatamente embajadores a Roma, a presentar excusas al senado, y otros, a comunicar a Aníbal que retire de Sagunto el ejército y a entregarlo a los romanos de acuerdo con el tratado. Una tercera embajada debía ir a ofrecer una reparación a los saguntinos.

• • •

Cuando Hannon terminó su discurso no hubo necesidad de que nadie interviniese para rebatirlo, porque prácticamente todo el Senado, estaba a favor de Aníbal, pero se llegó a decir, incluso, que Hannon había hablado con mayor hostilidad que el embajador romano Flaco Valerio. 

Se les respondió luego a los embajadores romanos –como estaba previsto–, que la guerra la habían originado los saguntinos, no Aníbal y que el pueblo romano no obraba con justicia si ponía a los saguntinos por encima de la antiquísima alianza con los cartagineses.

Mientras los romanos pasaban el tiempo enviando embajadores, Aníbal, como tenía a sus hombres agotados por los combates y las obras, les concedió unos cuantos días de descanso después de establecer guardias para vigilar los manteletes y las otras obras. Entretanto enardecía sus ánimos encendiendo unas veces su rabia contra los enemigos y otras prometiendo recompensas; pero cuando proclamó ante la asamblea de soldados que si la ciudad era tomada el botín iba a ser para el ejército, les entró a todos tal fiebre que daba la impresión de que no habría fuerza capaz de resistirlos si se hubiera dado en ese momento la señal de ataque. 

Los saguntinos habían tenido una tregua en los combates sin ser hostigados ni hostigar durante algunos días, pero habían trabajado sin cesar día y noche para levantar un nuevo muro en la parte donde la ciudad había quedado desguarnecida por el derrumbe. Pero fueron a continuación objeto de un ataque bastante más encarnizado que los anteriores, y al cundir por todas partes una algarabía de gritos contrapuestos, no fueron capaces de saber con certeza a dónde acudir en auxilio con mayor presteza o con mayor intensidad. 

El propio Aníbal animaba a los hombres en el sitio por donde se hacía avanzar una torre móvil que ganaba en altura a todas las fortificaciones de la ciudad. Cuando esta torre, una vez arrimada a las murallas, las barrió de defensores con las catapultas y ballestas colocadas en todos sus pisos, Aníbal, convencido de que era el momento oportuno, envió a unos quinientos africanos con herramientas para socavar la base de la muralla. No fue tarea difícil, porque las piedras no estaban unidas con mortero, sino con barro, según el antiguo sistema de construcción, de modo que el muro se venía abajo en otros puntos además de los que recibían los embates, y por las brechas abiertas con los desmoronamientos penetraban en la ciudad grupos de hombres armados.

Ocupaban además los asaltantes una posición elevada y, concentrando allí las catapultas y ballestas, levantaron un muro alrededor para tener dentro mismo ya de la ciudad, un fortín como ciudadela dominante. 

A su vez los saguntinos levantaron un muro interior. Unos y otros fortificaron y combatieron con la mayor intensidad, pero los saguntinos, al fortificar cada vez más adentro, cada día que pasaba, hacían más pequeña la ciudad. Al mismo tiempo, con el prolongado asedio se fue incrementando la escasez de todo, a la vez que se debilitaban las esperanzas de una ayuda exterior, con los romanos, su única esperanza, tan lejos y el enemigo todo el entorno. 

Reanimó momentáneamente la moral de los asediados, una súbita expedición de Aníbal contra los oretanos y carpetanos, dos pueblos que parecieron dispuestos a colaborar con Sagunto, pero desistieron de un levantamiento armado sorprendidos por la rápida reacción de Aníbal.

Con todo, el ataque a Sagunto no perdía intensidad: Maharbal, hijo de Himilcon, al que Aníbal había dejado el mando, dirigía las operaciones con tal diligencia que ni sus compatriotas ni los enemigos notaban la ausencia del general. Maharbal libró algunos combates con éxito, y con tres arietes derribó una buena porción de muralla, mostrándole a Aníbal a su regreso todo el suelo sembrado de escombros recientes. Así pues, el ejército fue llevado inmediatamente hacia la propia ciudadela y se entabló un combate encarnizado con gran cantidad de bajas por ambos bandos, cayendo en sus manos una parte de la ciudadela. 
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Hubo a continuación una tentativa de paz con pocas esperanzas, por parte de dos hombres, Alcón, un saguntino, y Alorco, un hispano. Sin que se enteraran los saguntinos, Alcón, pensando que con súplicas iba a conseguir algo, se trasladó durante la noche a presencia de Aníbal, pero como las lágrimas no surtían efecto y se exigían unas condiciones muy duras, propias de un vencedor encolerizado, pasó de intercesor a tránsfuga y se quedó con el enemigo asegurando que perdería la vida quien llevase una propuesta de paz a su pueblo, con tan vejatorias condiciones. En efecto, se pretendía que diesen una reparación a los turdetanos y que, previa entrega de todo el oro y la plata, salieran de la ciudad con lo puesto y se establecieran donde el cartaginés les indicasen. 

Mientras que Alcón decía que los saguntinos no iban a aceptar aquellas condiciones, Alorco, sosteniendo que las voluntades se doblegan cuando se doblega todo lo demás, se ofreció como intermediario de semejante paz; era entonces soldado de Aníbal, pero amigo reconocido y huésped de los saguntinos. Después de entregar de forma bien visible su arma a los centinelas enemigos, una vez rebasadas las fortificaciones, fue conducido ante el jefe de los saguntinos. Se produjo allí al instante una aglomeración de gente de todo tipo.

Su discurso fue como sigue:

-Si vuestro compatriota Alcón, igual que se presentó a Aníbal para pedir la paz, hubiera vuelto a informaros de las condiciones propuestas por Aníbal, hubiera estado de más este viaje que me ha traído hasta vosotros sin ser un tránsfuga ni venir en nombre de Aníbal; pero como Alcón se ha quedado con el enemigo, –sea vuestra o suya la culpa; suya si el miedo lo fingió y vuestra si los que informan con veracidad corren peligro entre vosotros—, yo, para que no ignoraseis que se os brindan algunas condiciones de salvación y de paz, he acudido a vosotros en nombre de los antiguos lazos de hospitalidad que nos unen.

Pues bien, que hablo en nombre de vuestra causa y en el de nadie más, os lo garantiza ya el hecho de que, ni mientras os mantuvisteis firmes con vuestras propias fuerzas, ni mientras estuvisteis a la espera de la ayuda de los romanos, jamás os hice alusión a la paz. Ahora que no os queda esperanza alguna de parte de los romanos ni os protegen ya suficientemente vuestras armas ni vuestras murallas, os traigo la propuesta de una paz mas obligada que ventajosa. 

Hay alguna esperanza de paz, a condición de que la aceptéis como vencidos, de la misma manera que Aníbal la propone como vencedor, y que no valoréis como un perjuicio lo que se pierde, puesto que todo pertenece ya al vencedor, sino como un regalo lo que se os deja. Os quita una ciudad que tiene tomada casi por completo, derruida en gran parte, pero os deja los campos, con la intención de asignaros un espacio para que en él edifiquéis una nueva ciudad. 

El oro y la plata tanto públicos como privados pide que le sean entregados en su totalidad y, en cuanto a vuestras personas y las de vuestras mujeres e hijos, las preservará de malos tratos si os avenís a salir de Sagunto con dos equipos de ropa cada uno. 

Esto es lo que os exige el enemigo vencedor; aunque es duro y amargo, os lo aconseja vuestra situación. Yo, la verdad, abrigo alguna esperanza de que, cuando lo hayáis entregado todo en sus manos, rebajará algo estas condiciones; pero creo que es preferible soportarlas incluso como son, antes de dejar que vuestros cuerpos sean destrozados y vuestras mujeres e hijos arrebatados y arrastrados ante vuestros ojos según el derecho de guerra.

Toma de Sagunto, el exterminio

Como para escucharlo se había ido situando poco a poco en derredor la multitud mezclándose la asamblea del pueblo y el senado, súbitamente los ciudadanos principales se retiraron antes de que se diera una respuesta. Reunieron en el foro todo el oro y plata del tesoro público y privado, y arrojándolo al fuego encendido con ese fin a toda prisa, también ellos en su mayor parte se precipitaron en las llamas. 

Cuando el pánico y la confusión consiguiente ya habían cundido por toda la ciudad, se oyó un terrible ruido procedente de la ciudadela. Una torre, batida largo tiempo, se había venido abajo y por entre sus escombros una cohorte de cartagineses se lanzó a la carga e hizo a su general la señal de que la ciudad enemiga estaba desguarnecida. Aníbal, pensando que no cabían vacilaciones ante una oportunidad semejante, atacó con todos sus efectivos y en un instante tomó la ciudad dando la consigna de matar a todos los hombres en edad militar. 

Orden cruel esta, pero casi obligada como se comprendió por el desarrollo final de los acontecimientos, porque, en efecto, ¿a quién se hubiera podido perdonar de unos hombres que, o bien se encerraron con sus mujeres e hijos en sus casas haciendo que se desplomaran en llamas sobre sus cabezas, o bien, sin soltar las armas, no pusieron más fin al combate que la propia muerte?

La ciudad fue tomada con un enorme botín. A pesar de que en su mayor parte había sido destruida adrede por sus dueños, y de que durante la matanza, la rabia atacante, apenas había hecho distinción alguna de edades, y los prisioneros habían constituido el botín de la tropa. aun así, es un hecho comprobado que, con el importe de la venta de los objetos saqueados, se reunió bastante dinero y que se envió a Cartago abundante mobiliario y ropa de gran valor.

La Toma de Sagunto. A. álvarez Marsal

En opinión algunos historiadores, Sagunto fue tomada siete meses después de haber comenzado el asedio. De allí Aníbal se retiró a Cartagena, a los cuarteles de invierno, y cuatro meses después de emprender la marcha desde Cartagena, llegaría a Italia.

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Casi simultáneamente, los embajadores que habían vuelto de Cartago, informaron en Roma de que allí el ambiente era del todo hostil, y se anunció la destrucción de Sagunto. 

A los senadores les invadió un pesar tan profundo y al mismo, tiempo, la lástima por los aliados tan indignamente exterminados, así como vergüenza por no haberles prestado ayuda; cólera contra los cartagineses y miedo por la situación en su conjunto como si ya el enemigo estuviese a la puerta, que, conturbados sus ánimos por tantos sentimientos simultáneos, en vez de tomar decisiones se azoraban. 

Sentían, en efecto, que nunca había combatido contra ellos enemigo mas implacable y belicoso, ni el estado romano se había mostrado jamás tan decaído y tan débil. Los sardos, corsos, istros e ilirios, lo que habían hecho había sido provocar más que poner a prueba al ejercito romano, y con los galos más que guerra habían tenido escaramuzas, pero el enemigo cartaginés, veterano ya de veintitrés años de durísima campaña entre los pueblos hispanos, siempre victorioso, habituado a un general implacable, y que acababa de destruir una ciudad riquísima, cruzaba el Ebro, arrastraba consigo a gran número de pueblos a los que había hecho salir de Iberia/Hispania, iba a concitar a los pueblos galos, siempre sedientos de combate; los romanos iban a tener que hacer la guerra contra el mundo entero en Italia y ante los muros de Roma.

Ya se habían designado con anterioridad los campos de operaciones de los cónsules; se les pidió entonces que los echaran a suertes. A Cornelio le tocó Hispania, a Sempronio Africa junto con Sicilia. Se decretó para aquel año el alistamiento de seis legiones, el número de aliados que los cónsules estimaran, y flota, la mayor que se pudiera aprestar. 

Se alistaron 24.000 romanos de a pie y 1.800 de a caballo, y aliados 40.000 de a pie y 4.400 de a caballo. Naves se fletaron 220 quinquerremes y 20 ligeras. Se preguntó luego al pueblo si quería y mandaba que se declarase la guerra al pueblo cartaginés, y con motivo de dicha guerra una rogativa publica recorrió la ciudad y se suplicó a los dioses que tuviese un desenlace bueno y feliz la guerra que el pueblo había mandado y se repartieron las tropas entre los cónsules.
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Efectuados todos los preparativos, para cumplir con los requisitos legales previos a la guerra enviaron a África unos embajadores de edad avanzada, con la misión de preguntar a los cartagineses si Aníbal había atacado Sagunto por decisión oficial, y en caso de que los cartagineses reconociesen y mantuviesen, como parecía que iban a hacer, que se había actuado por decisión oficial, declarar la guerra al pueblo cartaginés. 

Una vez que los romanos llegaron a Cartago y les fue concedida audiencia en el senado, cuando Quinto Fabio se limitó a hacer aquella única pregunta que se le había encomendado, uno de los cartagineses dijo: 

-Ya fue precipitada, romanos, vuestra anterior embajada, cuando exigíais la entrega de Aníbal por atacar Sagunto a iniciativa propia; pero esta embajada, hasta ahora más suave de palabra, en la práctica es más dura. Entonces, en efecto, era Aníbal el acusado y reclamado; ahora se nos quiere arrancar a nosotros una confesión de culpa y además se nos exige, como a confesos, una reparación inmediata. Yo desde luego creo que lo que debe inquirirse es, no si el ataque a Sagunto obedeció a una iniciativa pública o privada, sino si fue justo o injusto. 

Es, en efecto, cuestión nuestra investigar en qué actuó por decisión nuestra y en qué por decisión suya un conciudadano nuestro, y tomar medidas contra el: lo único que cabe discutir con vosotros es si el tratado permitía hacerlo, o no. 

Así pues, ya que os parece correcto que se establezca qué hacen los generales por decisión oficial y qué por iniciativa propia: tenemos un tratado con vosotros, un tratado firmado por el cónsul Gayo Lutacio, en el cual, si bien se estipulaban medidas precautorias con respecto a los aliados de ambos, nada se estipuló referente a los saguntinos, pues todavía no eran aliados vuestros. Pero, se dirá entonces si en el tratado aquel que se concluyó con Asdrúbal quedaban exceptuados los saguntinos. 

En respuesta a esto, yo no voy a decir nada más que lo que aprendí de vosotros. El tratado que primeramente ajustó con nosotros Gayo Lutacio vosotros dijisteis, en efecto, que no os obligaba porque no había sido concertado con el refrendo del senado ni por mandato del pueblo; consiguientemente, se concertó uno nuevo por decisión oficial. Si a vosotros no os obligan vuestros tratados, a no ser los firmados con vuestro refrendo o por mandato vuestro, tampoco a nosotros pudo obligarnos el tratado que Asdrúbal firmó sin nuestro conocimiento. Dejad, por tanto, de referiros a Sagunto y al Ebro y parid de una vez lo que vuestra intención lleva largo tiempo gestando.

Entonces el romano, dando un pliegue a la toga, dijo: 

-Aquí os traemos la paz y la guerra: escoged lo que os plazca. 

A estas palabras se respondió a gritos, con no menos arrogancia, que dijera lo que quisiera, y cuando el, deshaciendo otra vez el pliegue, dijo que la guerra, replicaron todos que la aceptaban y que con la misma decisión con que la aceptaban la iban a hacer.

Esta forma directa de llevar a cabo la inquisitoria y declarar la guerra pareció más acorde con la dignidad del pueblo que hacer disquisiciones verbales acerca de la legitimidad de los tratados tanto antes como especialmente después de la destrucción de Sagunto. Pero si se hubiera tratado de una discusión de palabras, ¿cómo se iba a comparar el tratado de Asdrúbal con el anterior de Lutacio que fue modificado, si en el tratado de Lutacio se había añadido expresamente que tendría plena validez si el pueblo lo aprobaba, mientras que en el tratado de Asdrúbal no figuraba una cláusula de excepción semejante, y por otra parte el tratado se vio confirmado hasta tal punto por tantos años de silencio en vida de su autor que ni siquiera muerto este, se introdujo modificación alguna? Y eso que, aun ateniéndose al tratado anterior, estaban suficientemente salvaguardados los saguntinos al hacerse excepción de los aliados de una y otra parte, pues no se había añadido “los que lo son en la actualidad”, ni “no se incorporará a otros en el futuro”. Y puesto que se permitía la incorporación de nuevos aliados, ¿quién estimaría justo que no se admitiese como amigo a ningún pueblo fuesen cuales fuesen sus merecimientos, o que una vez admitido como aliado no se le defendiera, únicamente con la condición de no instigar a la defección a los aliados de los cartagineses ni darles acogida si se pasaban por iniciativa propia? 

Los embajadores romanos pasaron de Cartago a la península Ibérica, según se les había ordenado en Roma, para dirigirse a los pueblos y atraerlos a su alianza o alejarlos de los cartagineses. Llegaron en primer lugar a los dominios de los bargusios, que les dispensaron una buena acogida, y despertaron en muchos pueblos del otro lado del Ebro las ganas de un cambio de suerte, porque estaban hartos del dominio cartaginés. A continuación llegaron al territorio de los volcianos, cuya respuesta, divulgada por toda Hispania, apartó de la alianza con Roma a los demás pueblos, pues la persona de más edad de entre ellos respondió así en la asamblea: 

-¿No os da vergüenza, romanos, pedirnos que prefiramos vuestra amistad a la de los cartagineses cuando con quienes así lo hicieron vosotros fuisteis más crueles al traicionarlos que el enemigo cartaginés al acabar con ellos? Mi opinión es que vayáis a buscar aliados donde no se conozca el desastre de Sagunto; para los pueblos de Hispania, las ruinas de Sagunto serán un ejemplo tan siniestro como señalado para que nadie se fie de la lealtad o de la alianza romana. 

Invitados a continuación a abandonar inmediatamente el territorio de los volcianos, en adelante no recibieron palabras menos duras de ninguna otra asamblea, y después de recorrer así el territorio ibéricoinfructuosamente, pasaron a la Galia.

Allí presenciaron un espectáculo nuevo y terrible, porque se presentaron armados en la asamblea según costumbre de aquel pueblo. Cuando, con palabras de alabanza para la gloria y el valor del pueblo romano y la grandeza de su imperio, pidieron que no le permitieran el paso a través de sus campos y ciudades al cartaginés que llevaba la guerra a Italia, dicen que estalló un ataque de risa tan violento que les costó trabajo a los magistrados y a los de más edad calmar a la juventud, tan estúpida y descarada les pareció la pretensión de proponer que los galos, para no dejar pasar la guerra a Italia, la desviaran hacia sí mismos y expusieran al saqueo sus campos en lugar de los ajenos. 

Calmado por fin el alboroto, se les respondió a los embajadores que a ellos ni los romanos les habían hecho favores ni los cartagineses afrentas por los que empuñar las armas ni a favor de los romanos ni en contra de los cartagineses; que, por el contrario, ellos tenían noticias de que hombres de su raza eran desalojados de las tierras y las fronteras de Italia por el pueblo romano, y que pagaban tributos, y sufrían otras humillaciones. 

Mas o menos lo mismo se dijo y se escuchó en las demás asambleas de la Galia, y hasta que llegaron a Marsella no oyeron una palabra medianamente acogedora o pacífica. Allí se enteraron con detalle y fidelidad de todo lo que los aliados habían averiguado: que ya con anterioridad, Aníbal se había ganado los ánimos de los galos, pero que aquella gente ni siquiera para con él iba a ser lo bastante tratable, tan fiero e indómito era su carácter, a no ser que de forma intermitente se ganase la voluntad de sus jefes a base de oro, del que esa gente es muy ávida. 

De esta forma, después de recorrer los pueblos de Iberia/Hispania y de la Galia, retornaron a Roma los embajadores no mucho después de haber salido los cónsules hacia sus provincias. 

Encontraron a toda la población tensa por la expectativa de la guerra, al haberse confirmado la noticia de que los cartagineses habían cruzado ya el Ebro.

Fuente general para el texto de Tito Livio: J. A. Villar Vidal. Ed. Gredos

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