sábado, 4 de mayo de 2013

Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Primera Parte



Vista del Palacio del Buen Retiro. Grabado de Juan Álvarez de Colmenar, 
principios del S.XVIII

Se trata de un gran salón para ceremonias y fiestas construido durante la década de 1630 en el Buen Retiro, cerca de San Jerónimo el Real, que el Conde-Duque de Olivares concibió para distraer a Felipe IV –entendiendo el término distraer en sentido estricto, es decir, para alejar la atención del monarca de los asuntos del Reino-.

La colección de pinturas destinada a este Salón tenía que representar el esplendor de la familia Habsburgo, conocida en España como la Casa de Austria; por un lado, debían mostrar la gloria de las armas –en aquel momento, las victorias obtenidas en la Guerra de los Treinta Años, por efímeras que estas resultaron en la vida real–, y por otro, su divinidad, ya que los Austria procedían del Hércules olímpico de la mitología griega. El conjunto del proyecto se encuadraba en el estilo de otras grandes edificaciones europeas como el Banqueting House de Londres o la Galería de Espejos de Versalles.

Proyectado originariamente para celebrar la jura del heredero, el príncipe Baltasar Carlos, nacido en 1629, pronto se transformó en una obra de gran envergadura, mediante la construcción de una impresionante plaza principal, con cuatro torres cubiertas de pizarra, tres de cuyos lados estarían formados por grandes estancias destinadas a acomodar a los invitados a los espectáculos de la corte, y en el centro del ala norte se situaría el palco real o salón grande, que después sería conocido como Salón de Reinos. El conjunto se convirtió definitivamente en un verdadero y suntuoso palacio.

Tendríamos, pues, en primer lugar, el marco o continente; una estancia, que iba a ser una especie de palco, pero que se convirtió en salón del trono donde el monarca podía presidir ceremonias, fiestas y espectáculos y, en segundo lugar –por decirlo así–, el contenido:

–Las imágenes de los reyes, Felipe III y Felipe IV con sus respectivas esposas, más el heredero del segundo, en los testeros.
–Un vistoso elenco de hazañas militares en los laterales.
–El mítico origen de la familia real, personalizado en Hércules y sus Trabajos.
–La inmensidad de los dominios de la Monarquía Hispánica, evidenciada en los escudos de los Reinos que la componían en aquel momento.

Todo ello fue realizado en un tiempo récord: iniciadas las obras en 1633, la decoración se dio por terminada a principios de 1635.

El salón, de 34,6 metros de largo por 10 de ancho y 8 de alto, tenía una balconada de hierro que corría a lo largo de la estancia, para que desde allí, los cortesanos pudieran contemplar los espectáculos que se ofrecían en la plaza; veinte ventanas iluminarían las pinturas a que vamos a referirnos. El salón estaba pintado de blanco con arabescos dorados y, en la bóveda, sobre las ventanas, se incluyeron los escudos de los veinticuatro reinos. Posiblemente estaban destinados a sustentar el proyecto de Olivares conocido como la Unión de Armas, según el cual, los distintos reinos debían colaborar con la Corona aportando hombres y fondos en cantidad proporcional a su población y riqueza; como sabemos, Duque y proyecto fracasaron estrepitosamente, haciéndose trizas al chocar contra los Fueros.

Bajo el balcón corrido se colgaron veintisiete lienzos: doce de batallas, de diferentes artistas, que se colocaron entre las ventanas inferiores; las diez escenas de la vida de Hércules pintadas por Zurbarán, iban sobre esas ventanas y, en los testeros, los cinco retratos ecuestres de Velázquez con las imágenes del monarca reinante, Felipe IV –con su esposa, Isabel de Borbón y su hijo, Baltasar Carlos–, frente a la de sus padres, Felipe III y Ana de Austria.

Las diez escenas de la vida de Hércules pintadas por Zurbarán –todas almacenadas hoy en el Museo del Prado-, tenían que representar la inmortalidad de la dinastía.  

Los doce cuadros de batallas, debían mostrar de manera espectacular la sucesión de victorias del reinado de Felipe IV, cuyos generales le flanquearían a lo largo de los muros. Excepcionalmente, La Rendición de Breda de Velázquez y la Recuperación de Bahía de Maíno, en cierto modo, dejaron a un lado los hechos de armas para mostrar otros aspectos menos bélicos, pero constituyentes de valores morales, como el cuidado de los heridos o la clemencia de los vencedores.

Todos los pintores, excepto Zurbarán, ya estaban al servicio de la corte antes de participar en el proyecto.

La Rendición de Juliers ante Ambrosio Spínola, de Jusepe Leonardo, y la Victoria de Fleurus, de Gonzalo Fernández de Córdoba, pintada por Vicente Carducho, son de 1622, poco después del ascenso de Felipe IV al trono.

De 1625 fueron: La Recuperación de Bahía de Brasil por un ejército hispano-portugués mandado contra los holandeses por Fadrique de Toledo, de Maíno; la Rendición de Breda ante Ambrosio Spínola, de Velázquez; el Socorro de Génova por el II Marqués de Santa Cruz, de Antonio de Pereda; la Defensa de Cádiz frente a los ingleses por Fernando Girón, contra una tentativa de invasión inglesa, de Zurbarán, y la Recuperación de San Juan de Puerto Rico por el gobernador de la isla, Juan de Haro, de Eugenio Cajés.

En 1629 se produjo la Recuperación de la isla de San Cristóbal, en las Antillas, ocupadas por aventureros franceses e ingleses; una efímera hazaña de don Fadrique de Toledo, de la que se encargó Félix Castello.

Finalmente, las pinturas relativas a hechos de armas acaecidos en territorio alemán: El Socorro de la plaza de Constanza y la Expugnación de Rheinfelden por el duque de Feria, realizadas por Vicente Carducho, y la Toma de Brisach, de Jusepe Leonardo, fueron ejecutadas en 1633.

Por último, hubo una obra más que no ha sobrevivido; era un lienzo de Eugenio Cajés titulado La expulsión de los holandeses de la isla de San Martín.

Bien es verdad, que muy poco tiempo después de que se inaugurara el Salón, aquel mensaje triunfal se quedó obsoleto; España y Francia se enfrentaron en una nueva guerra, larga, agotadora y ruinosa, de la que Francia salió victoriosa. Holanda volvió a establecerse en Brasil; Breda y Brisach se perdieron, y en 1643, el conde-duque de Olivares, fue apartado del poder sin haber tenido la oportunidad, sino todo lo contrario, de llevar al reino a la gloria. Los nombres de aquellas victorias y los de los comandantes que las dirigieron, nunca llegaron a alcanzar notoriedad histórica y, por último, durante la Guerra de la Independencia el palacio del Buen Retiro fue destruido en su mayor parte, aunque el Salón de Reinos quedó en pie y sus pinturas pasaron al Museo del Prado, donde se conservan.

El Palacio del Buen Retiro en 1636–1637; dibujo de la época.

El corredor que ocupa el Salón de Reinos es un rectángulo de unos 10 metros de ancho por unos 80 de largo, dividida en ocho módulos cuadrados de 10x10 metros; el Salón principal –el de Reinos– ocupa los cuatro módulos centrales y está flanqueado por dos salones iguales, que miden veinte metros cada uno. Entre los salones laterales y el central hay escalinatas con puertas independientes, que dan acceso al balcón corrido de la planta intermedia, que se extiende a lo largo de los tres salones sirviendo de nexo en toda la fachada; hacia el Norte, la Plaza Grande, y hacia el Sur la Plaza Cuadrada.

El Salón de Reinos fue concebido sobre todo como un espacio para albergar la colección pictórica de la que vamos a ocuparnos, constituyendo en cierto modo, la primera galería pública de exposición pictórica construida en España. Además de contener las pinturas, el Salón fue decorado espléndidamente: reuniendo arquitectura y pintura con la simbología de los valores imperecederos de la Casa de Austria, igualmente representados en los veinticuatro escudos de los lunetos, realizados con el asesoramiento artístico de Rojas Zorrilla y Velázquez.

Perspectiva del Buen Retiro y del Palacio desde el Jardín de la Reina, en primer plano, la estatua de Felipe IV.

La consideración de Felipe IV como Rey Planeta, tiene tal vez su reflejo en el conjunto simbólico de esta grandiosa construcción. Zurbarán tenía que pintar los doce trabajos de Hércules, relacionados a su vez con los doce signos del Zodiaco; el hecho de que al final sólo pintara diez lienzos, se debe al número y disposición de los ventanales de los muros norte y sur. Aun así, el número doce -que también alude a los meses del año-, coincide con la  serie de cuadros de batallas y dobla la cifra en los escudos de la decoración superior. También había doce mesas de jaspe, de enorme valor, dispuestas a lo largo de la sala y, al lado de cada una, un león de plata; animal que también simboliza el sol. Por otra parte, si los doce meses se agrupan en cuatro estaciones, estas se corresponden a su vez con los cuatro retratos ecuestres de los muros oriental y occidental. Se suele aludir, por último a la posibilidad de que el número total de puertas y ventanas, que son 28, se correspondan con los ciclos lunares.

La ordenación de los retratos de los reyes y los cuadros de batallas en el Salón, obedece a la reconstrucción propuesta por José Álvarez Lopera, quien a su vez, se basó en la Silva topográfica de Manuel de Gallegos y en el Inventario de 1701.


Muro este; cabecera del trono

 
Felipe III a caballo y la reina Margarita de Austria. Museo del Prado.

Obra, como se sabe, de Velázquez, en este caso, con mucha participación del taller. Aunque se ha dicho que este retrato partiría de una obra anterior –probablemente de 1628–, para la que Velázquez se sirvió de un modelo de Bartolomé González, los análisis realizados en los talleres del Museo del Prado, demuestran que los cinco retratos de la serie se hicieron al mismo tiempo, y que en todos ellos se emplearon las mismas técnicas y pigmentos.


Parece que Velázquez encargó el trabajo a un pintor que empleaba técnicas muy diferentes a las suyas, y más minucioso en el detalle. Se cree asimismo, que el anónimo artista corregiría la posición del brazo del modelo por indicación del maestro, quien personalmente efectuaría numerosos retoques sobre el caballo y la iluminación general del lienzo, añadiendo veladuras a la vestimenta del monarca. Seguramente se pintó cuando Velázquez viajó a Italia por primera vez, aun cuando se hiciera bajo sus directrices.

El número de inventario inscrito bajo la cola del caballo “240”, demuestra claramente donde terminaba el lienzo antes de que se le añadieran las dos bandas laterales.

Con armadura de gala y en forzado escorzo, Felipe III aparece en ligero perfil resaltando sobre un paisaje tormentoso, que se cree puede aludir a la ceremonia de su entrada en Lisboa en 1619. Un fuerte viento  agita las crines y arreos del elegante caballo blanco, así como la banda del jinete, que fácilmente domina tormenta y corveta.

Hijo de Felipe II y Ana de Austria, Felipe III nació y murió en el Real Alcázar de Madrid. La historia lo define como un hombre sin carácter y poco o nada interesado en los deberes reales que en su nombre asumieron, primero, el Duque de Lerma y después, el Duque de Uceda, su hijo. Su principal objetivo, restablecer la paz, lo que logró momentáneamente, con Francia, Inglaterra y Flandes, se vio no obstante, contrariado por su intervención en la Guerra de los Treinta Años respondiendo a la llamada del emperador.

Habiendo heredado un reino en bancarrota, Felipe III se vio forzado a pactar con las Cortes, que vendieron caro su apoyo a las finanzas públicas, aunque la situación empeoró llamativamente a raíz de la expulsión de los moriscos en 1609, que constituían un sector muy productivo de la población.

Convencido por el Duque de Lerma, trasladó la Corte a Valladolid durante cinco años, sin que hubiera más razones objetivas para aquel traslado, que el personal interés del Duque, que a cuenta del mismo, amontonó una escandalosa fortuna. Felipe III murió de enfermedad a los 43 años.

La reina Margarita de Austria, óleo sobre lienzo, 297 x 309 cm., Museo del Prado.

Otro creación del taller del Maestro Velázquez, que de nuevo intervendría repintando, con su estilo suelto e impresionista, sobre detalles, en su consideración, excesivos; Velázquez siempre mira sus pinturas desde lejos. Así, rehízo el rostro del modelo, al contrario de lo ocurrido con las crines del caballo, que aparecen como repintes sobre el original que se cree de mano del genio. También en ese caso se añadieron franjas laterales perfectamente apreciables. Oscuras nubes de tormenta se ciernen al fondo sobre la sierra, en la que Margarita parece estar dando un tranquilo paseo.

Hija de Carlos de Austria-Stiria y de María de Baviera, nació en Gratz, Austria, en 1584, casada con Felipe III en 1599, por acuerdo de Felipe II, en cuyas manos Felipe III dejó la elección de forma explícita. La boda se celebró en Valencia, junto con la de Isabel Clara Eugenia y el Archiduque Alberto, en medio de grandiosas fiestas, que de nuevo se repitieron a su llegada a Madrid.

Margarita, miembro de una familia muy religiosa, algunas de cuyas hermanas optaron por la vida conventual, se empleó habitualmente en hacer obras de caridad que la hicieron muy popular y querida. Muy influida por su familia, en 1606 logró que procesaran al Duque de Lerma, que previamente había tratado de aislarla en la corte, tratando de evitar su influencia sobre el rey, que, no obstante la amó y la trataba con gran deferencia. Después de tener ocho hijos, Margarita falleció en El Escorial a consecuencia de un nuevo parto.

Muro oeste: entrada principal.

El 14 de julio de 1634 Velázquez firmó el último recibo de pago de los 2.500 ducados cobrados por las pinturas de su propia mano que había realizado para el Salón grande. Esas pinturas de propia mano, que concluidas en muy poco tiempo, fueron, La rendición de Breda y los cinco retratos ecuestres de la familia real que ocupan las paredes estrechas de la sala, orientadas a Este y Oeste. Parece que los retratos de Felipe IV y de Baltasar Carlos son exclusivamente de mano del genial pintor.

La imagen del rey destaca sobre el fondo sobrecogedor y bellísimo, de la Sierra de Guadarrama; lleva coraza de gala y aparece de perfil sobre el caballo en corveta. Lleva la bengala en la mano derecha y sostiene las riendas con la izquierda. La expresión impasible del monarca es, en parte, la que tenía y, en parte, la que imponía el protocolo; los Austria nunca se ríen.

Felipe IV. Óleo sobre lienzo, 303 x 317 cm. Museo del Prado.

Velázquez sigue la fórmula, barroca y artificiosa, del caballo que se sostiene sobre las patas traseras en posición acrobática, más que nada, propia de exhibiciones ecuestres, pero que aquí  se emplea como una especie de trono ambulante, destinado a acrecentar la imagen de un heroico monarca.

El incomparable fondo de la sierra, teñida de una evocadora luz plateada, con los montes azules recortados en el horizonte, y bajo un cielo que casi promete tormenta, es muy de Velázquez. Al lienzo original se añadieron también dos franjas laterales, perfectamente visibles, para adaptar su tamaño a la pared a la que estaba destinado.

El tiempo ha descubierto pentimentos en las patas del caballo y en el busto del jinete.


Felipe IV, hijo de Felipe III y de Margarita de Austria, nació en 1605 en Valladolid, cuando la corte se trasladó temporalmente a aquella ciudad, en la que las fiestas por el bautizo se celebraron junto con las destinadas a celebrar el Tratado de Somerset, que asentó la paz con Inglaterra.

En 1615 se casó con Isabel de Borbón y en 1621 heredó la Corona por el fallecimiento de su padre, aunque, en realidad reinó poco, ya que entregó las riendas del gobierno, primero a Olivares –hasta 1643– y después, a don Luis de Haro.

Fue un reinado muy difícil, en el que, en cierto modo, se quisieron solucionar los problemas del presente, resucitando fórmulas del pasado, que ya no funcionaron, o proponiendo reformas para mejorar el futuro, que tampoco. Se produjeron numerosos conflictos bélicos, propios y ajenos –Provincias Unidas, Inglaterra, y Guerra de los Treinta Años–, y sucesivos levantamientos en Vizcaya, Cataluña, Portugal, Castilla, Nápoles y Andalucía.

Después de perder a su hermano, a su esposa y a su hijo, Felipe IV volvió a casarse, en esta ocasión, con Mariana de Austria, su sobrina, que sería la madre de Carlos II, y pudo al fin gozar de una relativa tranquilidad –aunque siempre muy atormentado por su propia conciencia–, gracias al fin de la Guerra de los Ochenta Años, con los Países Bajos, en 1648 y a la Paz de los Pirineos con Francia, en 1659. Murió en Madrid en 1664.

Isabel de Borbón, óleo sobre lienzo, 301x314 cm., Museo del Prado.

De Velázquez y su taller. En este caso, la radiografía revela una primera pintura en la que aparecía la imagen completa del caballo con su correaje y en la que el vestido de la reina era mucho más sencillo. Más tarde, Velázquez retocaría, perfeccionándola, la cabeza de la reina y las patas del caballo, mientras que otras manos de su taller bordarían minuciosamente, la falda y la gualdrapa, que terminaron por ocultar al caballo.


Isabel de Borbón, hija de Enrique IV de Francia y María de Médicis, nació en Fontainebleau en 1603. Por intereses estratégicos, en este caso, buscando un imposible acuerdo entre España y Francia, se acordó su boda con Felipe IV en 1612; se casaron tres años después y el 31 de marzo de 1621, se convirtió en reina de España.

Al parecer, era un mujer hermosa, inteligente y alegre, a quien gustaban mucho las fiestas, las comedias y los toros. Su relación con Olivares, siempre fue mala y parece que en 1643 contribuyó decisivamente a su caída. Tuvo ocho hijos, de los que, como sabemos sólo sobrevivió definitivamente María Teresa, que se casaría con Luis XIV. Isabel falleció el 6 de octubre de 1644 y fue enterrada en El Escorial.

El Príncipe Baltasar Carlos, óleo sobre lienzo (209 x 173 cm), Museo del Prado.

Obra exclusivamente de mano de Velázquez. El príncipe, retratado a los seis años, monta una jaca que el espectador tenía que contemplar desde abajo, dado su emplazamiento sobre una gran puerta, motivo por el cual, la montura aparece deformada cuando se observa de frente.

El lienzo fue pintado con poco pigmento y en capas casi transparentes. El príncipe y el caballo se realizaron antes que el paisaje, por lo que el contorno de la imagen resalta nítidamente, creando una sensación de relieve.

Velázquez alcanza la perfección posible creando un retrato infantil de gran belleza, con un encanto, que al final resulta conmovedor. Baltasar Carlos, vestido de negro, oro y rosa, asume una postura mayestática a pesar de su corta edad. El paisaje del fondo crea, también en este caso, un horizonte gris plateado bajo un cielo que amenaza tormenta. Se trata, en definitiva, de otra obra maestra, realizada entre 1635 y 1636, por este singular artista, al que parece que crear obras de arte a partir de cualquier modelo, no le costaba ningún esfuerzo especial.

Baltasar Carlos de Austria nació en el Alcázar Real de Madrid el 17 de octubre de 1629. Esperado y necesario, tras cinco partos fallidos, su llegada fue motivo de enorme alegría. Aún no tenía tres años cuando se celebró su jura como heredero.

Se habla de él como de un niño simpático y despierto, a quien su padre puso Casa a los trece años y que muy pronto estuvo presente en el despacho oficial. En 1646 se acordó su boda con su prima Mariana de Austria –más tarde se convertiría en la segunda esposa de su padre–, pero falleció repentinamente en Zaragoza en octubre de ese mismo año. Su muerte inesperada provocó luto general y dejó un enorme vacío, más agravado, por la falta de otro heredero. Descansa en el Panteón de Reyes de El Escorial.

Segunda Parte: http://atenas-diariodeabordo.blogspot.com.es/2013/05/salon-de-reinos-del-palacio-del-buen_11.html
Tercera Parte: http://atenas-diariodeabordo.blogspot.com.es/2013/05/salon-de-reinos-del-palacio-del-buen_18.html
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La base fotográfica de este trabajo procede de la recreación del Salón de Reinos del Centro Virtual Cervantes.

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