sábado, 25 de mayo de 2013

QUEVEDO. CENIZA ENAMORADA

Quevedo, Juan van der Hamen

                    Cerrar podrá mis ojos la postrera
                    sombra, que me llevare el blanco día;
                    y podrá desatar esta alma mía
                    hora, a su afán ansioso lisonjera;

                    mas no de esotra parte en la ribera
                    dejará la memoria en donde ardía;
                    nadar sabe mi llama la agua fría,
                    y perder el respeto a ley severa:

                    Alma a quien todo un Dios prisión ha sido,
                    venas que humor a tanto fuego han dado,
                    medulas que han gloriosamente ardido,

                    su cuerpo dejarán, no su cuidado;
                    serán ceniza, mas tendrán sentido.
                    Polvo serán, mas polvo enamorado.


Este “enamorado” suena increíblemente bien y no podría estar mejor colocado al final del soneto, porque alguno de los versos precedentes, es más bien incomprensible: “podrá desatar este alma mía/hora, a su afán ansioso lisonjera…”, a pesar de lo cual, cuando se llega a ese último terceto, todo parece iluminarse, dotando al conjunto de una mágica claridad que hasta ese momento no existía. 

Tal vez en esto reside el arte poético, en hallar la palabra precisa, como el pintor que logra un gesto trascendente con un solo trazo sobre un punto concreto. 

Aquí hay mucho amor y, aparentemente, sólo una palabra ya demasiado repetida; enamorado. Diría más; el poeta concibió los dos últimos versos, advirtió y valoró su profundo significado y después escribió el resto del soneto, porque esos dos versos necesitaban un soporte. Esto último sería tarea fácil para Quevedo, que para este paso, podía fácilmente recurrir a tópicos como postrera sombra; blanco día; lisonjera; rivera; y al bien asentado principio cristiano del cuerpo entendido como sede del alma y templo de la Divinidad, además de su extrema habilidad para acudir al latín, al italiano, e incluso al francés, en busca de la rima o el término más preciso y expresivo que, incluso puede emplear con distintos sentidos, ateniéndose, en ocasiones, a la letra, en otras a su ambigüedad y, en otras a su polivalencia, del mismo modo que puede dotar de intensa vitalidad los términos más abstractos. Quevedo es un poeta, en definitiva, y puede llamar a la nieve, aguas calladas.


Pero hay más: ¿Enamorado Quevedo? ¿de qué? o ¿de quién? ¿Es sincero? Esto ya es algo difícil de elucidar. No hay constancia en la biografía de este autor -descontento, picajoso, bullidor, justiciero, pleitista, tabernario, amigo de aristócratas y hombres de gobierno, en opinión de Dámaso Alonso-, de un amor con calibre suficiente para provocar esta potencia expresiva.

Quevedo no es como Lope de Vega, y no sólo eso, sino que el concepto que este autor expresa continuamente acerca de las mujeres, es siempre terriblemente despectivo. ¿Enamorado quizás de un ideal? Lo más sorprendente es que estos maravillosos versos, que podrían ser un ejercicio literario propio de sus excelentes dotes, no parece que sean sólo eso, si bien esta deducción no se basa en nada conceptual; es más bien algo que se intuye. 

Por otra parte, tampoco se sabe si este soneto fue conocido en su tiempo y, hasta donde lo fue, cómo se recibió en aquella sociedad, procediendo de un escritor mucho más conocido y admirado por una prosa, que podría ser clasificada de muchas maneras, pero no como sentimental, amorosa, romántica, etc. Y además, quienes lo conocieran, ¿lo interpretarían del mismo modo que lo hacemos hoy?

Portada de El Parnaso español, editado en Madrid por Diego Díaz de la Carrera, en 1648, Compilación de Juan Antonio González de Salas. Las Musas coronan al poeta.

Lo que sea el amor, al igual que le pasa a Lope, Quevedo intenta describirlo por contrarios:

                    Es hielo abrasador, es fuego helado,
                    es herida, que duele y no se siente,
                    es un soñado bien, un mal presente,
                    es un breve descanso muy cansado.

                    Es un descuido, que nos da cuidado,
                    un cobarde, con nombre de valiente,
                    un andar solitario entre la gente,
                    un amar solamente ser amado.

                    Es una libertad encarcelada,
                    que dura hasta el postrero paroxismo,
                    enfermedad que crece si es curada.

                    Éste es el niño Amor, éste es tu abismo:
                    mirad cuál amistad tendrá con nada,
                    el que en todo es contrario de sí mismo.


El poeta mantiene, sobre todo, una suerte de obstinación frente a un ideal que solo sirve de autoengaño a través de la conjetura de lo que podría ser, pero que en realidad, no es más que una espera que la vida entera no puede agotar:

                    Qué perezosos pies, que entretenidos
                    pasos lleva la muerte por mis daños;
                    el camino me alargan los engaños
                    y en mí se escandalizan los perdidos.

                    Mis ojos no se dan por entendidos,
                    y por descaminar mis desengaños,
                    me disimulan la verdad los años
                    y les guardan el sueño a los sentidos.

                    Del vientre a la prisión vine en naciendo,
                    de la prisión iré al sepulcro amando,
                    y siempre en el sepulcro estaré ardiendo.

                    Cuantos plazos la muerte me va dando
                    prolijidades son, que va creciendo,
                    porque no acabe de morir penando.


Las Tres Musas Últimas Castellanas, sacadas de la librería de Don Pedro Alderete Quevedo y Villegas, sobrino de Quevedo, que completan el conjunto de sonetos contenidos en El Parnaso. 1670

Una inquietud para la que no hay alivio, se va apoderando del enamorado de nadie, que poco a poco deduce que en vano ha esperado satisfacción en el amor:

                    A fugitivas sombras doy abrazos,
                    en los sueños se cansa el alma mía;
                    paso luchando a solas noche y día,
                    con un trasgo que traigo entre mis brazos.

                    Cuando le quiero más ceñir con lazos,
                    y viendo mi sudor se me desvía,
                    vuelvo con nueva fuerza a mi porfía,
                    y temas con amor me hacen pedazos.

                    Voyme a vengar en una imagen vana,
                    que no se aparta de los ojos míos;
                    búrlame, y de burlarme corre ufana.

                    Empiézola a seguir, fáltanme bríos,
                    y como de alcanzarla tengo gana,
                    hago correr tras ella el llanto en ríos.


La muerte llegará y con ella el fin de la espera, aunque para entonces, el enamorado cree haberse adaptado a su destino: los temas del amor, no han hecho otra cosa que causar su desgracia.

                    No me aflige morir, no he rehusado
                    acabar de vivir, ni he pretendido
                    alargar esta muerte, que ha nacido
                    a un tiempo con la vida y el cuidado.

                    Siento haber de dejar deshabitado
                    cuerpo que amante espíritu ha ceñido,
                    desierto un corazón siempre encendido
                    donde todo el amor reinó hospedado.

                    Señas me da mi ardor de fuego eterno,
                    y de tan larga congojosa historia
                    sólo será escritor mi llanto tierno.

                    Lisi, estáme diciendo la memoria,
                    que pues tu gloria la padezco infierno,
                    que llame al padecer tormentos gloria.


Aun así, dado que el objeto del amor no ha correspondido a la supuesta demanda del poeta, y su ensueño sigue vagando, el enamorado del ideal opta por mantenerse a la expectativa, dentro de aquel sufrimiento que, de hecho, es lo más próximo a la imaginaria realidad de un amor perfecto, que ya no espera ser correspondido, sino que se transforma en un terreno de soledad donde el desasosiego se instala sin limitaciones para convertirse en una segunda naturaleza. Se diría que el poeta ha pensado: “Si me hubiera enamorado tal como creo que es posible hacerlo, pobre de mí, porque no existe en el mundo quien pudiera constituirse en el objeto adecuado a tal sentimiento”.


Ya no parece posible abandonar la cárcel de la promesa que un día pareció brindarle el futuro; el tiempo pasa, los ideales no se cumplen, pero ya no se puede pensar en otra cosa; toda la existencia gira en torno a un sueño del que ya es imposible prescindir, aún a pesar de la seguridad de que nunca dejará de serlo; sólo un profundo dolor pasa a llenar su espacio:

                    Amor me ocupa el seso y los sentidos:
                    absorto estoy en éxtasi amoroso,
                    no me concede tregua ni reposo
                    esta guerra civil de los nacidos.

                    Explayóse el raudal de mis gemidos
                    por el grande distrito, y doloroso
                    del corazón, en su penar dichoso,
                    y más memorias anegó en olvidos;

                    todo soy ruinas, todo soy destrozos,
                    escándalo funesto a los amantes
                    que fabrican de lástima sus gozos.

                    Los que han de ser y los que fueron antes,
                    estudien su salud en mis sollozos,
                    y envidien mi dolor, si son constantes.


Finalmente, el deseo no es más que un error y el único acierto posible, consiste en discernirlo, aceptando, finalmente, que no se alcanza en la vida el estado amoroso ideal.

                    Si me hubieran los miedos sucedido
                    como me sucedieron los deseos,
                    los que son llantos hoy fueran trofeos:
                    mirad el ciego error en que he vivido!

                    Con mis aumentos propios me he perdido;
                    las ganancias me fueron devaneos;
                    consulté a la Fortuna mis empleos,
                    y en ellos adquirí pena y gemido.

                    Perdí, con el desprecio y la pobreza,
                    la paz y el ocio; el sueño, amedrentado,
                    se fue en esclavitud de la riqueza.

                    Quedé en poder del oro y del cuidado,
                    sin ver cuán liberal Naturaleza
                    da lo que basta al seso no turbado.

Sans Cabot: Quevedo en el Sueño del Infierno


Al final quedan cenizas con sentido y polvo enamorado. Ahora bien, ¿es que la ceniza puede tener sentido? ¿y el polvo, amor? Hablamos de un elemento completamente purificado que ya es nada; –polvo, ceniza y nada, pulvis, cinis et nihil, como dice el epitafio del cardenal Portocarrero en la Catedral de Toledo–. 

Las cenizas pueden proceder de héroes, de santos y hasta de grandes poetas y representan las cualidades de las que ellos hicieron gala en su devenir vital; no que el polvo o las cenizas sean santos o heroínas. Sin embargo Quevedo, asegura aquí que persistirá la cualidad que ostentaron ambos elementos cuando vivía quien los poseyó. 

Heroicidad y santidad salieron fuera de sus veneras; se expandieron en actos, pero en este caso, no: el amor no se transmitió, sino que sigue ahí sin haber hallado un objeto; la cualidad no fue empleada, quedó en las venas y, a pesar de que ardieron; persiste. Porque Quevedo vive y escribe enamorado; y así espera alcanzar el final de su existencia, aun cuando su amor no dejará memoria en este lado de la vida. ¿O acaso creía, al contrario de lo que parece, que gracias a la persistencia de ese amor él no moriría para siempre, puesto que su llama sabe nadar el agua fría? Esto nos gustaría más.


La vena poética de este hombre genial es muy restringida si la comparamos con la que podríamos llamar política –que analizaremos en otra ocasión–, y en la que sí se explayó a sus anchas, proponiendo y denunciando sin cuartel, lo que produciría, en este caso sí, polvo comprometido con unos ideales tan suyos, tan ardientes, tan enérgicos, tan intensos y... tan sarcásticos, contumaces y obstinados en ocasiones. En el terreno amoroso, en el de la intimidad, no parece ser Quevedo la misma persona; aquí se rinde y acepta su suerte, es decir, su mala suerte.


Pudo decir: serán ceniza, más tuvieron sentido –; polvo serán, pero fueron polvo enamorado–, pero no empleó el pretérito, sino un futuro que parece aceptar resignado, aunque no resulta de sus palabras que espere de él una solución, sino una continuidad.


La poesía es una especie de locura o, digamos que se produce en un estado alterado de conciencia y, como tal, puede y debe ser analizada, en este caso, de forma sensiblemente dramática, pero sin temor.

                    En los claustros del alma la herida
                    yace callada; mas consume hambrienta
                    la vida, que en mis venas alimenta
                    llama por las medulas extendida.

                    Bebe el ardor hidrópica mi vida,
                    que ya ceniza amante y macilenta,
                    cadáver del incendio hermoso, ostenta
                    su luz en humo y noche fallecida.

                    La gente esquivo, y me es horror el día;
                    dilato en largas voces negro llanto,
                    que a sordo mar mi ardiente pena envía.

                    A los suspiros di la voz del canto,
                    la confusión inunda l'alma mía:
                    mi corazón es reino del espanto.


Quevedo, un espíritu enormemente atractivo, cuya perspicacia levantó barreras en torno a sí mismo; tal vez no supo, no quiso, o no pudo, hallar el equilibrio en una relación estable que afirmara el otro lado de la balanza, a pesar de lo cual sus versos suenan grabados en bronce y en ellos no se puede –ni debe– tocar, una coma o un acento, porque se alteraría un conjunto armónico, preciso y bellísimo.

                    Llanto al clavel y risa a la mañana.
                                      A Aminta…


2 comentarios:

  1. Mis sinceras felicitaciones por tan elaborado y didáctico trabajo.
    Un afectuoso saludo: Juan Martín

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  2. Muchas gracias, amigo, y un saludo igualmente afectuoso. Clara Díaz Pascual

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