lunes, 18 de febrero de 2013

LA GRAN ARMADA-The Invincible Fleet (1) EL SUEÑO DE FELIPE II



Felipe II. Sofonisba Anguissola
(Centro Virtual Cervantes)

Felipe II dijo que no había mandado sus naves a luchar contra los elementos. Efectivamente, nadie haría algo semejante; las había mandado a invadir Inglaterra y, aquellos elementos que, realmente contribuyeron a la destrucción de la flota, sólo se produjeron cuando las naves intentaban volver a España, una vez frustrado su objetivo.

De todas formas, no tenemos por qué creer que algunas frases hechas, por muy célebres que sean, hayan sido alguna vez pronunciadas, ni que lo fueran por aquellos a quienes se les atribuyen, ni aún que se correspondan con el momento histórico que se supone las propició.

Dicho esto, si Felipe II manifestó algo, no sería aquello de: no envié yo mis naves a luchar contra los elementos; en todo caso habría dicho: no conté yo con la posibilidad de que mis naves tuvieran que luchar contra los elementos, lo cual se ajustaría mucho más a los hechos, siempre que aceptáramos la posibilidad de que este monarca hubiera pensado siquiera en dar una explicación, lo cual no era su costumbre. De todos modos, es bien probable que no dijera nada y, casi seguro que aquella eventualidad no fue prevista, como no lo fueron muchas otras.

El plan, que se basaba en una gran ostentación de fuerza y debía actuar de forma disuasoria frente a una potencia evidentemente inferior, no parecía ofrecer grandes complicaciones. Una monumental flota se dirigiría desde Lisboa a Calais. Allí esperaría al duque de Parma, Alejandro Farnesio, que se embarcaría con dieciséis mil hombres y asumiría el mando de la expedición. A continuación y, protegido por la misma escuadra, debía cruzar el Canal de La Mancha English Channel, hasta la desembocadura del Támesis Thames; punto de partida desde el cual procedería a la invasión inmediata de toda la Isla. 

Una vez sometida Inglaterra England, un primer equipo de clérigos e inquisidores que viajaban en las mismas naves, procedería a realizar su tarea de devolver a los súbditos de la reina hereje al seno de la Iglesia Católica. El plan requería una larga preparación y un más que considerable gasto.

D. Álvaro de Bazán. 1828 Museo Naval. Madrid. 
Copia de un retrato anónimo propiedad de los Marqueses de Santa Cruz.

A mediados de enero de 1586, don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz (1526–1588) ofrecía sus servicios al rey, asegurándole que le urgía a ello el servicio de Dios y de Su Majestad, y no la ambición de nuevas victorias, de las que ya había cosechado más de las necesarias para avalar su cualificación –algo sobradamente cierto y conocido–. Insistía  Bazán en la viabilidad de su proyecto, asegurando que era el momento más idóneo para llevarlo a cabo, dada la obligada inactividad de turcos y franceses en aquel momento.

Pocos días después, recibía una carta del monarca en la que le notificaba que su plan contenía muchas cosas muy bien consideradas y otra adjunta de Idiáquez en la que le pedía que remitiera al monarca, brevemente y en secreto, una memoria precisa del modo en que entendía que habían de realizarse sus planes.

A finales de marzo llegaba una nueva carta de Bazán en la que, comunicaba que, dado su conocimiento de la disposición y número de las defensas inglesas, podía asegurar que no se hallaba aquel reino en condiciones de enfrentarse, desde ningún punto de vista, a la armada cuya formación proponía y que consistía en lo siguiente:

                                                    - 150 naves grandes
                                                    - 40 urcas de carga
                                                    - 320 navíos 
                                                    - 40 galeras
                                                    - 6 galeazas
                                                    - 40 fragatas
                                                    - 200 barcazas para el desembarco.

Cerca de cien mil hombres, contando señores, soldados, tripulación, servidumbre y remeros, se emplearían, parte en el servicio de la flota y, parte en la invasión propiamente dicha. El costo total, casi cuatro millones de ducados, serían aportados en su mayor parte por Castilla y, otras cantidades menores, por Nápoles, Milán y Sicilia.

A principios de abril, hallándose por un lado el monarca todavía indeciso ante la necesidad de distraer las fuerzas desplegadas en Flandes, pensaba, por otra parte, si tal vez necesitaría enviar a don Álvaro a las Indias para acabar con la impunidad de Drake, de modo que, manteniendo en todo caso el secreto sobre sus designios, respondía a su almirante en términos muy vagos y poco prometedores: Todo está muy bien apuntado; se irá mirando en ello.

Al tiempo que el monarca, asistido por sus fieles colaboradores Idiáquez y Moura, miraba en ello, se producían dos acontecimientos de la mayor trascendencia, que contribuyeron a acelerar la decisión tanto tiempo aplazada.

El dieciocho de febrero de 1587 la ejecución de María Estuardo Mary Stuart, provocaba el llanto y la indignación de todo el orbe católico.

Un mes después, el diecinueve de abril, Francis Drake caía sobre Cádiz al mando de una flotilla compuesta por veinticinco o treinta naves sin bandera, que es lo mismo que decir, piratas. Tras someter la ciudad a un duro cañoneo, ancló sus naves y, con gran rapidez y desenvoltura procedió al incendio o saqueo –según los casos-, de los navíos que, ya en reparación, ya a medio construir, halló en el puerto.

Sir Francis Drake en Buckland Abbey. Marcus Gheeraerts the Younger

Álvaro de Bazán recibió la orden de organizar una flota para perseguir al inglés, al que pensaba dar alcance con facilidad, suponiendo que navegaba lastrado por el producto de la razzia. Sin embargo, cuando el marqués estuvo preparado para darse a la vela, Drake ya se encontraba en Londres haciendo cuentas con la reina sobre los porcentajes del reparto de los beneficios del corso.

Es probable, sin embargo, que, aún siendo enorme el perjuicio causado por aquel ataque, no se redujera sólo a las pérdidas materiales. Habida cuenta de que en el puerto de Cádiz, no sólo se almacenaban víveres para la armada, sino que también se construían parte de las naves que debían formarla y, sabiendo asimismo, que Francis Drake era hombre de bien probada inteligencia, podemos intuir que también era observador y que nada le impidió llevar a la reina Tudor algo más que su parte material del botín. Ni siquiera un satélite espía actual, hubiera podido recoger información más detallada sobre la potencia naval del reino enemigo.

En todo caso, fue la sensación de ridículo provocada ante propios y extraños –como dijo el pontífice-, y no la muerte de María Estuardo, la que puso en marcha, definitivamente, los mecanismos necesarios para arrancar el gran proyecto. Pero, sin duda, con Felipe II, definitivamente, no significaba inmediatamente.

El monarca hizo anular todas las audiencias y se encerró para dedicarse plena y exclusivamente a preparar sus planes de invasión de acuerdo con miles de consultas escritas, ya que de lo hablado se le quedaba poco en la cabeza, según confesión propia a su secretario, previa orden de que le guardara el secreto.

-En el otoño será el golpe –dijo el rey.
-Mejor en primavera –respondió Bazán.
-Necesitamos un puerto seguro en Holanda –terciaba Farnesio-, acabemos antes con el problema de las Provincias rebeldes.
-Aportaré un millón de Escudos de oro –prometió el papa. Aunque más tarde, el gusto que mostraba Su Santidad, se ha enfriado con el dolor del dinero –comunicaba el embajador español en Roma, después de intentar que aquel hiciera efectiva su promesa.
-Alonso de Leyva es el hombre indicado para comandar la flota –decían los consejeros-, porque Bazán no quiere someterse a las órdenes de Farnesio quien, a su vez, no tiene más miras que las destinadas a engrandecerse en Flandes.
-Don Álvaro dice que no se puede salir en octubre, porque quiere que Su Majestad le haga duque, para no estar por debajo de Farnesio, pero yo estoy dispuesto a hacerme a la mar en cuanto Su Majestad lo ordene –proponía Leyva, con la esperanza de obtener el mando.

Al fin, señaló el monarca el mes de enero de  1588 como fecha límite, pero antes había que reunir los víveres necesarios por medio de expropiaciones, parte de las cuales le fueron encomendadas a Miguel de Cervantes, quien, en su desempeño, se vio abocado a la cárcel y hasta la excomunión, aunque también le aportó una valiosa experiencia que contribuyó a afirmar su filosófica visión de la existencia humana. Nada más enriquecedor, sin duda, que vivir tan de cerca la inquietante situación que se estaba gestando.

Pero llegó enero y la armada permaneció anclada en Lisboa. Cierto es que los subordinados no se ponían de acuerdo, pero era igualmente real la manía del monarca de prestar toda su atención a los detalles menores en perjuicio de las decisiones más trascendentes y necesarias. Estando los planes secretos de invasión tan avanzados que, en Londres ya se tomaban medidas para la defensa, recibió el rey una carta en la que se informaba de los recursos allegados por aquella Corona, en cifras relativas a hombres, armamento y municiones. Como dato casual, añadía el informante un cotilleo según el cual, había visto nidos de piojos en las ventanas del salón del trono de la reina Isabel.

Es evidente que la noticia llamó poderosamente la atención de un rey, que, en tiempos había reinado en aquellos salones, porque, dejando a un lado otras futilidades contenidas en la carta, escribió al margen de la misma: Es posible que no sean piojos, sino pulgas.

Siguiendo instrucciones reales muy precisas, a primeros de enero, el archiduque Alberto, entonces cardenal, había viajado a Lisboa con el fin de celebrar una entrevista con Álvaro de Bazán.

-Absténgase Vuestra Señoría –le dijo–, de escribir más cartas a Su Majestad sobre el asunto de Inglaterra y acepte el encargo que se le ha hecho, o rechácelo definitivamente, sin condiciones. 

Se apresuró entonces el marqués de Santa Cruz a escribir una última carta al rey en la que, olvidando todas sus antiguas objeciones, le comunicaba que lo tenía todo preparado y que estaba dispuesto a ponerse en marcha en cuanto se le comunicaran las órdenes pertinentes.

De esta manera, se había ahorrado el archiduque la última parte de su embajada, de acuerdo con la cual; a la menor contradicción debía informar al almirante de que ya se le había designado un sucesor. 

Ante las seguridades dadas por Bazán, escribió Felipe a Farnesio, diciéndole que esperara la llegada de la flota a primeros de febrero.

Me llega vuestra carta cuando ya esperaba a Santa Cruz –respondía aquel-, más, si por el contrario, se me ordena pasar sin él, lo intentaré, aunque todos dejemos la vida en el intento.

La necesidad de aparentar que mantenía su confianza en Bazán, no había impedido al rey tener prevenido al duque de Medina Sidonia, a quien ordenó el día once de febrero, que se hiciera cargo de la Armada, al mismo tiempo que preguntaba a Farnesio si sería capaz de llevar a cabo la empresa en solitario, lo que demuestra que lo único que tenía seguro era el proyecto de invasión y la seguridad de que lo llevaría a cabo de todas formas. En cuanto a los preparativos, todo lo que puede leerse al respecto, ofrece una penosa sensación de desorden, pero el rey sólo veía el proyecto de su sueño, y en él, todo era perfecto.

Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz fallecía el nueve de febrero, según se dijo, del pesar que le produjeron algunas palabras poco meditadas del rey. Parece casi seguro que llegó a conocer la designación de Medina Sidonia, si bien, por vías extraoficiales. El hecho de que el rey hubiera actuado a sus espaldas, era signo más que evidente de su caída en desgracia.

El dieciséis de febrero, escribía el involuntario sustituto, Alonso Pérez de Guzmán, VII duque de Medina Sidonia, una carta llena de lamentos y objeciones dirigida al rey:
No tengo salud para embarcarme. No sé nada del mar. Me mareo. Tengo muchas reúmas. Además, no es justo que me encargue de este servicio,  porque es empresa importante y carezco de experiencia de mar y guerra. No sé nada de Inglaterra ni de sus puertos y navegaría a ciegas. 

Alonso Pérez de Guzmán y Zúñiga, Palacio de Medina-Sidonia.

Antes de que Felipe II recibiera la carta de Medina Sidonia, tuvo noticia de la muerte de Bazán, lo que le llevó a reclamar la presencia inmediata del duque en Lisboa, haciendo las mayores jornadas que le sea posible y, el día veinte, ya conocedor de las quejas de Medina Sidonia, le escribía mezclando halagos relativos y amenazas veladas.

He leído vuestra carta del 16 que atribuyo a vuestra mucha modestia, pero de vuestra suficiencia y partes he de juzgar yo. En lo que decís de la salud, es de creer que Dios os la dará en jornada tan a su servicio. Ya habréis recibido mi carta de 14 y por lo tanto, conocéis mi resolución y estoy cierto de que ya os encontráis camino de Lisboa, como os obliga el tiempo y mi confianza.
En cómo se ha de guiar la empresa  y lo que en ella corresponde al duque de Parma, mi sobrino, recibiréis en Lisboa instrucciones y advertencia muy particulares. Disponeos pues, como espero, para hacerme este servicio.

Por si las cosas no quedaban suficientemente claras, añadía el monarca de su puño y letra una post data: No puedo pensar que esta carta no os haya de tomar más cerca de Lisboa que de Sanlúcar, pues no os obliga a menos mi confianza.

Aquella confianza, que no era sino una orden apremiante, exculparía al duque de Medina Sidonia, de buena parte de la responsabilidad que tradicionalmente se le ha atribuido en los hechos que siguen. 

El día veintidós llegaban finalmente las instrucciones que, se supone, debían poner al duque en conocimiento de todos los detalles relativos a una empresa, de cuya preparación, planes y estrategias, lo ignoraba todo, pero contenían, en realidad, pocas órdenes, aunque muy concretas: Había que reducir las raciones de vino asignadas a los soldados y la marinería; todos aquellos que fueran a partir con la armada, deberían confesar y comulgar antes de embarcarse y no debía el duque consentir a bordo, ni blasfemias, ni juramentos, ni mujeres, públicas o privadas. 

En cuanto a las cifras definitivas sobre la composición y dotación de la flota, eran notablemente inferiores a las del proyecto de Bazán: 130 naves desplazarían 57.868 toneladas, 2.431 piezas de artillería y 30.656 hombres.

Medina Sidonia navegaría a bordo del buque insignia San Martín, en el centro de la formación y a cargo de doce galeones de la escuadra de Portugal. Completaban el conjunto las escuadras de Vizcaya, Castilla, Andalucía, Guipúzcoa, Levante, Nápoles, Sicilia, Flandes y la formada por los galeones de Indias, todas ellas comandadas por capitanes de la talla de Recalde, Oquendo, Bertendona o Moncada.


San Martín, São Martinho de la escuadra de Portugal. Primer navío, 48 cañones.
(Maqueta: Hobmodel).

Navegarían en formación de media luna y, ninguna nave, bajo ninguna excusa, debía separarse jamás del conjunto. La armada avanzaría, pues, siempre unida y se enviarían continuos avisos a Farnesio, sobre su situación, evitando a toda costa cualquier variación de los planes previstos, aún cuando el enemigo intentara provocarla. Su objetivo era servir de transporte al ejército de Farnesio y proteger la seguridad del Canal durante su travesía.

La Armada en Formación. Grabado inglés. (The Shakespeare Code)

Todo parecía dispuesto para el gran viaje, pero antes de que levaran anclas y soltaran amarras, por alguna razón que sólo podemos intuir, Farnesio seguía sugiriendo al monarca que suspendiera la salida de Lisboa. Escribe el historiador Cabrera que el rey no admitió el consejo y que él mismo le advirtió de que era casi imposible que se reunieran la flota de Medina con la de Farnesio a causa del gran calado de las primeras, que darían en los bancos de arena y podía ser que el enemigo anduviera más ligero por aquellas áreas. Además, consistiendo la jornada en esta unión y no pudiéndose hacer, Su Majestad perdería tiempo y expensas y aventuraba en mares y canales bajos y de furiosas corrientes por el desemboque de grandísimos ríos, las mayores fuerzas de su monarquía y de la cristiandad, sin tener punto para asegurarse. El monarca hizo caso omiso de todo.

El diez de Junio de 1588 abandonaba la formidable armada el puerto de Lisboa. A pesar de ser su envergadura sensiblemente inferior a la propuesta por Bazán, semejaba un monstruo capaz de alejar de la mente de cualquier enemigo la más mínima idea de enfrentarse a ella. Sin embargo, y, hallándose a la vista de la costa peninsular, escribía Medina Sidonia:

Voy navegando con tiempo escaso en el norte y con ruin semblante. No he querido decir a Vuestra Majestad lo que le he servido en todo lo de esta máquina, habiéndola hallado con ruin poca gente y tan atrasada, que sin duda no creí verla en este estado en un año, y las dificultades que ha habido y la falta de ministros que Vuestra majestad tiene aquí que le sirvan con ley y amor. Añadía asimismo: las vituallas vienen podridas y hay que arrojarlas al mar.

Sorprendería que el experto Bazán hubiera dejado a su sucesor tamaño desastre –suponiendo que Medina-Sidonia no exagerara las dificultades para elevar sus méritos-; en todo caso, la salida estaba preparada para febrero y habían pasado cuatro meses.

En otra carta dirigida a Farnesio, comunicaba Medina Sidonia su deseo de efectuar lo antes posible la reunión de las fuerzas de ambos. Y así -terminaba-, me ha mandado el rey que, sin torcer camino, ni hacer más que desembarazar el paso si hubiera quien me le embarace, me vaya a buscar a Vuestra Excelencia y le avise, en entrando en la costa de Inglaterra, dónde me hallo, para que Vuestra Excelencia pueda salir con su Armada.

Pero no estaba escrito que se cumplieran los deseos del duque con la inmediatez deseada, porque se vio obligado a entrar en el puerto de La Coruña en busca de agua y bastimentos y, así lo hizo, pero sin avisar al grueso de la flota, que falta de instrucciones y desorientada por un temporal, se dispersó por los puertos de las Islas Terceras, Cantabria y Guipúzcoa.

Se apresuró Felipe a comunicarle a Medina que no se afligiera por tan mal comienzo y que encontraría vituallas suficientes en los puertos en los que se encontraban las naves. Pero el duque, a quien quizá no iluminaba la misma fe que al monarca, temía que la noticia del desbarate de la flota llegara a Inglaterra y que salieran sus corsarios a buscar las naves dispersas. En consecuencia, proponía humildemente, se desistiera de la empresa y se intentaran algunos medios honrosos con los enemigos, ya que entre los hombres había pocos, o casi ninguno que supiera cumplir con las obligaciones de sus oficios. De seguir adelante en tales condiciones, -aseguraba-, los asuntos de Portugal y las Indias correrían peligro y Flandes cobraría ánimo cuando viera el mal suceso.

Después de hacer un recuento de efectivos y, viendo que faltaban veintiocho naves, reunió Medina al Consejo para que opinara sobre si convenía salir en busca de aquellas naves; esperar su vuelta en La Coruña, o anular definitivamente la expedición y comunicárselo así a Su Majestad. 

Lo que más deseaba el duque, era, precisamente que se aprobara la última alternativa, pero en contra de sus angustiados deseos, todos votaron a favor de seguir adelante. Para mayor desencanto, recibía una carta del rey fechada el doce de julio, en la que, entre muchas ternezas, le aseguraba que jamás abandonaría la empresa y que siguiese adelante, aunque faltaran buques. Por lo demás, bien sé vuestra diligencia y vivo seguro de lo mucho que en ello os desveláis.

Así, después de treinta y dos días de espera en La Coruña y, habiendo acumulado para entonces ciento veintidós jornadas de retraso, abandonaba Medina Sidonia aquel puerto. El veintinueve de julio, viernes, la flota avistaba la Punta del Lizard en el extremo suroeste de la isla de Inglaterra.

Lizard Point, Cornwall, el punto más meridional de Gran Bretaña.

Hombres de no menor competencia que los comandantes españoles, tales como Effingham, Drake, Hawkins, Frobisher, Leicester o Hundson, esperaban su llegada a lo largo de la costa.

El diecinueve de agosto –9 en Inglaterra–, en Tilbury, no lejos de la desembocadura del Támesis, tierra adentro, la reina Isabel, a caballo, arengaba a sus tropas con un célebre e histórico speech: 
Elisabeth I en Tilbury. (The Shakespeare Code).

Sé que no tengo sino un cuerpo de mujer, de una débil mujer, pero tengo el corazón de un rey y, de un rey de Inglaterra y siento un gran desprecio ante el hecho de que ese Parma de España o cualquier otro príncipe de Europa, se proponga invadir las fronteras de mis reinos. Yo misma empuñaré las armas; yo misma seré vuestro general y recompensaré los méritos de cada uno de vosotros en el campo de batalla.

Continuación:
Gran Armada (2) En qué paró el encanto:
http://atenas-diariodeabordo.blogspot.com.es/2013/02/la-gran-armada-2-en-que-paro-el-encanto.html


1 comentario: