jueves, 16 de agosto de 2012

Sissi. Elisabeth Amalie Eugenie, Herzogin in Bayern

Elisabeth Amalie Eugenie, Herzogin in Bayern
Isabel Amalia Eugenia, Duquesa en Baviera
Munich, 24.12.1837–Ginebra, 10.9.1898




Cuando se recuerda a Isabel de Baviera -más conocida como Sissi, su diminutivo familiar-, surge con mucha frecuencia la palabra “leyenda”, pero, en realidad, el término más apropiado para definir su existencia, sería el de “tragedia”.



El lago Starnberg, en Baviera.

No lejos de este gran lago -21 km. de longitud-, su padre, el duque Maximiliano de Baviera, adquirió la residencia Possenhofen donde transcurrió la infancia de Elisabeth, en un ambiente libre y poco convencional, junto con sus hermanos y otros hijos de su padre.


El Schloss Possenhofen


Su madre, la archiduquesa de Austria, Sofía de Baviera, era hermana de Ludovica, madre del emperador Franz Joseph I de Austria, con quien Sofía había pensado casar a su hija Helene. Sin embargo, el emperador eligió a Elisabeth. Se casaron el 24 de abril de 1584 en Viena y, a pesar de las dificultades de Elisabeth para adaptarse al estricto protocolo imperial, parece que el matrimonio mantuvo unas relaciones, si no muy cordiales, al menos, correctas, a pesar de las enormes diferencias de carácter y modos de afrontar la vida, entre ambos. Tuvieron cuatro hijos entre 1855 y 1868.


Después de la boda, en el baile del Rittersaal en el Hofburg, el Kapellmeister Strauss dirigió y estrenó su vals Myrthen-Kränze, Opus 154, compuesto para la ocasión.



La personalidad de Elisabeth ofrece ciertas características personales muy definidas, como son su amor por los animales de compañía; el interés por la lectura de autores como Hegel o Heine; su gran capacidad para los idiomas, de los que dominaba cuatro, incluido el griego antiguo, que aprendió para leer a los grandes clásicos. Muy amante asimismo, del aire libre y de los viajes; parece que acostumbraba a caminar varias horas diarias y que hacía breves viajes continuamente.

Por otra parte, se diría que estaba obsesionada con el cuidado de su cuerpo y su belleza. Llevaba el pelo muy por debajo de la cintura y apenas comía. No se dejaba fotografiar y tampoco permitía que ningún extraño se le aproximara, hasta el punto de que terminó por vivir de manera absolutamente privada, casi secreta.

Su atracción por la Grecia clásica quedó reflejada en el palacio conocido como Akíleon, que Elisabeth compró y decoró en la isla de Korfú, en honor y recuerdo de su héroe Aquiles.


Aquiles, agónico, intenta inútilmente arrancar la fatídica flecha clavada en su talón.


El padre de Elisabeth procedía de la rama en Baviera, mientras que su madre y su esposo, pertenecían a la de Baviera; la diferencia entre el en y el de, es grande, pues constituyen la posibilidad o no, de acceso al Imperio.

Si no resulta fácil saber hasta qué punto fueron o no cordiales las relaciones entre Franz Joseph y Elizabeth, es, sin embargo, evidente que las de esta con su suegra, fueron imposibles. La madre del emperador, se arrogaba el derecho de educar a sus nietos, casi como si fueran de su propiedad, algo con lo que Elisabeth no estaba dispuesta a transigir, porque se trataba de sus propios hijos y porque era radicalmente opuesta al estilo de vida de la familia imperial.

Los cuatro hijos de  Franz y Elisabeth, llevaban el apellido Habsburgo–Lorena. De la Casa de Habsburgo hay poco que decir en este momento, porque ya es sobradamente conocida. En cuanto a la de Lorena, pues tampoco hay mucho más que añadir, ya que también es una rama Habsburgo, si bien, en este caso se trata de la iniciada por Cristina de Lorena a través de su boda con el duque de este título. Cristina de Lorena –esta es la cuestión–, era hija de Isabel de Austria, hermana de Carlos V, casada con Christian de Dinamarca, es decir, otra hija de Juana I –La Loca– y Felipe I –El Hermoso–.

Cuando las dos hijas mayores de Franz y Elisabeth, Sofía y Giselle, nacidas respectivamente en 1855 y 56, tenían dos y un año, el emperador tuvo que viajar a Hungría, que se mostraba cada vez más rebelde al poder del Imperio. Conocida públicamente la simpatía mutua entre la emperatriz y aquel reino, Franz Josef decidió hacer el viaje acompañado por ella. Naturalmente, la abuela se mostró contraria a la posibilidad de que las niñas viajaran con ellos, pero Elisabeth insistió y, su marido cedió a pesar de la férrea oposición de su madre, quien por una parte creía que las niñas no debían perder ni un solo día de entrenamiento y formación y, por otra, no podía  digerir las reclamaciones de los húngaros.

Desgraciadamente, las dos niñas cayeron enfermas, y sólo Giselle logró vencer la enfermedad. Sofía murió el 29 de mayo de 1857.

Las relaciones entre suegra y nuera se hicieron insostenibles. La madre de Franz no necesitaba más que aquella desgracia asociada a las evidentes simpatías de Elisabeth por Hungría, lo que le parecía una indignidad. Tras la muerte de la niña, prácticamente consiguió que a Elisabeth se le retirara la custodia de Giselle y, en adelante, también la de los dos hijos pequeños, Rodolfo (1858) y Valeria (1868).

Hungría mostró su afecto hacia Elisabeth de todas las maneras posibles; ella aprendió su idioma y ellos le ofrecieron el palacio Gödollo como residencia. Allí pasó la familia imperial numerosas temporadas. De hecho, el primer presidente del gobierno húngaro, el Conde Andrássy, antaño revolucionario, era distinguido por Elisabeth, como su único amigo. Cuando Andrássy fue alejado del poder, ella perdió rotundamente todo interés por el quehacer político del emperador.

 La Familia Imperial en el Palacio de Gödollo. Hungría, 1870.

A pesar de la enorme distancia que separó siempre a Sofía y a Elisabeth a causa de sus opuestos conceptos de la propia vida y de la forma de gobernar, Elisabeth, se mantuvo al lado de su suegra hasta su último momento. Después se desentendió de todo excepto de su hija pequeña, Valeria, que parecía constituir su verdadera razón para vivir y emprendió numerosos viajes: Corfú, España, Italia, Francia, Inglaterra y hasta África, en una huida permanente de la austeridad y el abrumador protocolo de la casa real.



No le fue posible, sin embargo, aplicar sus criterios en lo relativo a su hijo Rodolfo, cuya formación como heredero fue de carácter casi exclusivamente militar, lo que le obligó a abandonar el hogar siendo todavía un niño, perdiendo definitivamente la compañía y el afecto de su hermana Giselle y de su madre.



Su primer tutor, el conde de Gondrecourt, general del ejército, defendía un programa educativo basado en el endurecimiento del carácter de su discípulo, consistente, por ejemplo, en dejarle solo en un bosque por la noche, después de advertirle que rondaba un fiero jabalí o un oso suelto por las cercanías; interrumpir su sueño para someterlo a duchas heladas en pleno invierno, o efectuar disparos cerca de su lecho cuando estaba durmiendo, todo lo cual, no sólo no endureció a Rodolfo, sino que debilitó notablemente su salud. El muchacho guardaba un silencio permanente sobre sus sufrimientos y su decadencia física, creyendo que quejarse constituiría una acción cobarde. Su antigua aya, la baronesa de Welden, observaba el continuo debilitamiento del niño, sin atreverse tampoco a decir nada por temor a incumplir las instrucciones de la abuela Sofía.



A pesar de su obligado alejamiento en las tareas educativas, Elisabeth supo lo que estaba ocurriendo; se presentó ante Franz Joseph y le aseguró que si Gondrecourt no abandonaba la casa, lo haría ella. La amenaza hizo efecto y se nombró un nuevo preceptor, el conde Joseph Latour von Thurnberg, que llegó a establecer una relación mucho más afable con su alumno, sin llegar a crear, no obstante, el menor lazo afectivo con aquel pupilo, que, para entonces, había aprendido bien, sólo una cosa, a encerrarse en sí mismo.


Cuando tuvo capacidad e independencia, decidió viajar; recorrió en primer lugar los territorios que debía heredar y después, Grecia, Egipto o Gran Bretaña, viajes en cuyo transcurso comprendió que había otras formas de gobernar diferentes del imperialismo familiar y patrimonial de los Habsburgo.

Pareció entonces llegada la hora del matrimonio y al efecto se eligió a la princesa belga  Estefanía de Sajonia-Coburgo-Gotha. El objetivo de Franz Joseph era, sobre todo, dinástico, pero, al parecer, también pretendía cambiar las actitudes políticas de Rodolfo, pues la princesa belga era muy conservadora, educada de forma convencional, aunque incapaz de influir en el pensamiento de su joven esposo. No obstante, la boda significaba un gran paso político para Leopoldo II de Bélgica, que con ella mejoraba notablemente su dinastía y cumplía ampliamente sus ambiciones.

Rodolfo y Estefanía se casaron el 10 de mayo de 1881 en Viena y la forzada relación se mantuvo a duras penas hasta el nacimiento de su primera y única hija, que, además, nunca podría acceder al trono austrohúngaro, precisamente, por su condición de mujer.


Estefanía y Rodolfo

Los planes de los promotores de este arreglo –Franz Joseph y Leopold–, se frustraban radicalmente y, más aún, desde el momento en que se supo que no podrían tener más hijos. Muy pronto se habló de divorcio a causa de las expectativas incumplidas con respecto al sistema que, voluntariamente o no, ambos representaban. Rodolfo tuvo varias amantes  y también se habla de algún intento frustrado por parte de Estefanía.

Aquella única hija, Isabel, se casó en 1902 con un Windisch–Grätz, con el que tuvo muchos hijos, pero se divorció en 1948 para casarse con su verdadero amor, Leopold Petznek, con el que ya convivía años antes; Petznek era socialdemócrata, así que  Isabel pasó a ser conocida como La Archiduquesa Roja. Murió en 1963.

Dejando a un lado el fracaso matrimonial -toda Europa sabía que se trataba de un asunto de conveniencia-, lo que verdaderamente trascendió fue el hecho de que Rodolfo tenía amistades peligrosas con nacionalistas húngaros, como su amigo Moritz Szeps, editor de un periódico liberal, quien le visitaba en secreto.

En mayo de 1888 apareció María Vetsera, una baronesa, también húngara.

Parece que se conocieron en el hipódromo de Viena y, que de allí surgió un amor que podemos definir como mortal o también como inmortal –según como se mire–, pero del que sabemos muy poco y lo poco que sabemos es absolutamente contradictorio.



Al amanecer el miércoles 30 de enero de 1889, aparecieron en el pabellón de caza de Mayerling los cadáveres de Rodolfo de Habsburgo y de María Vetsera.


Pabellón de caza de Mayerling.

Nunca se ha permitido conocer lo que realmente ocurrió entre los Muros de este pabellón de caza que, muy pronto fue derribado para construir un convento. Pronto repasaremos los detalles, según los cuales, unos llaman a esta tragedia suicidio y otros asesinato.

Casi tres años antes, Luis II de Baviera –otro primo de Elisabeth-, obligado discretamente a abandonar el trono, se instaló en la casa familiar junto al lago Starnberg. Al día siguiente, 13 junio de 1886, su cadáver era recuperado del agua, junto con el de su médico. Pronto repasaremos también los detalles de aquella tragedia a la que unos llaman suicidio y otros asesinato.

Cuando Elisabeth recibió la noticia de la desaparición de su hijo, abandonó la corte vestida de negro riguroso, un color que, desde entonces, nunca abandonó. En adelante, efectuó algunas visitas a su marido, muy escasas, pero mantuvo con él una nutrida correspondencia, a través de la cual, se evidencia que las relaciones entre ellos evolucionaron a un tono afectuoso, a pesar del tiempo, la ausencia y la distancia; o, quizás, gracias a eso.

Fue en aquella etapa cuando Elisabeth se ocupó de la construcción y embellecimiento de Akíleon y llevó a cabo la mayor parte de sus viajes internacionales, tanto en Europa como en África.




Casi terminaba el siglo; era el día 10 de septiembre de 1898. Elisabeth se encontraba en Ginebra y caminaba junto al lago Leman hacia un embarcadero. De pronto, una de las damas que la acompañaban fue asaltada por un hombre que, indirectamente y, dentro de la sorpresa inicial, pareció golpear a la emperatriz. Minutos después, las dos siguieron su camino. Cuando Elisabeth ascendía por la escalerilla del barco, sintió que se mareaba, pero no le dio importancia.

Poco después, ya embarcada, se desvaneció. El barco volvió a puerto inmediatamente. Todavía nadie sabía que se tratara de algo más que un ligero desvanecimiento, cuando una de las damas, intentando facilitarle la respiración, le desabrochó el vestido, descubriendo una pequeñísima mancha de sangre. Pero ya no se pudo hacer nada.

Más tarde, los médicos descubrieron que había sido herida por un finísimo estilete que le alcanzó el corazón. Sólo entonces comprendieron la acción del hombre que las atacó.

Sissi murió horas después.



El asesino declaró cínicamente que su objetivo era el pretendiente del trono francés, príncipe de Orleans, pero que al saber que aquel había anulado su viaje, decidió matar a Elisabeth. Ni más, ni menos.

No parece una explicación creíble, como no lo parecen tantas otras en la historia de esta familia.

Elisabeth había expresado en su testamento el deseo de descansar en el Akíleon, en su amada isla de Corfú, pero tal deseo fue ignorado. Su cuerpo, llevado a Viena, se depositó en la cripta de la Iglesia de los Capuchinos.
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