domingo, 11 de marzo de 2012

DOS GRANDES AMIGOS. HENRY II PLANTAGENET - THOMAS BECKET

DOS GRANDES AMIGOS

La Abadía de Fontevraud se eleva serena y majestuosa muy próxima a los magníficos castillos y palacios que bordean el curso del Loira.
  
Sobre unos sencillos monumentos funerarios, que ya no contienen restos mortales, yacen cuatro figuras policromadas, dramáticamente evocadoras de un período de la turbulenta historia que, en tiempos compartieron Inglaterra y Francia.
Leonor de Aquitania y su marido, Enrique II de Anjou, rey de Inglaterra –uno de nuestros DOS GRANDES AMIGOS–, están representados en los dos túmulos superiores.


En cuanto al segundo GRAN AMIGO, Thomas Becket, sabemos que sus restos se guardaron en este cofrecito que hoy se custodia en el Museo Victoria y Alberto de Londres.
  
Los hechos que siguen son complejos, pero es relativamente fácil, relacionarlos si seguimos el hilo de las crónicas; lo realmente difícil es describir las pasiones humanas que los propiciaron. En definitiva, Henry II de Anjou, Plantagenet, fue y es considerado un buen monarca, pero tuvo una vida privada absolutamente desastrosa y trágica de principio a fin. En su devenir se enfrentaron a él, su esposa, sus hijos y su mejor amigo, a todos los cuales perdió finalmente. Sólo Geoffrey, Arzobispo de York, su hijo ilegítimo, permaneció junto a él para confortarlo en sus últimas horas.

En 1189 fallecía Enrique en el castillo de Chinon; sus restos fueron depositados en la Abadía de Fontevraud, como sabemos, donde descansaron hasta la Revolución francesa.

Antes de que Enrique ascendiera al trono, Inglaterra atravesó un período de desorden que duró aproximadamente veinte años. Enrique I había designado como heredera a su hija Matilde –Maud–, casada con Geoffrey, Conde de Anjou, pero al morir el monarca surgió otro pretendiente: Esteban, un nieto de Guillermo el Conquistador. Los súbditos repartieron sus simpatías y sus armas entre ambos y así transcurrieron esos veinte años, durante los cuales, todas las energías se emplearon a partes iguales entre la guerra y la construcción de monasterios; sólo Esteban hizo levantar más de cien edificios de carácter religioso.

Y fue la Iglesia quien finalmente ideó y propuso una solución que aceptaron las dos partes: en Wallingford se firmó un Tratado, posteriormente confirmado en Westminster, mediante el cual Enrique, el hijo de Maud –que para entonces ya era Conde de Anjou por muerte de su padre–, sería adoptado por Esteban y se convertiría en su heredero.

Enrique II es uno de los pocos monarcas que no tienen sobrenombre, pero era un Plantagenet, apellido que procedía de un antepasado que solía llevar una Plant–a–Genet –ramita de genista–, en el sombrero; Sprig–a–Broom, dentro del bilingüismo reinante, expresión ésta que, a su vez, el pueblo transformó en Sprig–a–Devil, es decir, Rama del Diablo, ya que dicha familia era conocida por sus célebres maldades y por la supuesta práctica de la brujería, todo lo cual los convertía popularmente en descendientes del diablo.

Enrique era hombre sobrado de energías y duro de carácter, pero también asombrosamente culto; tenía modales exquisitos y, al parecer, era un gran seductor, tanto, que cuando se presentó ante el rey de Francia Luis VII para rendirle el homenaje debido por sus posesiones en Anjou, la reina, Alienor, Leonor de Aquitania, se quedó prendada de él. Era Leonor tan temperamental, violenta e inmediata como su vasallo y, por aquel entonces, le pesaba su esposo, el rey Luis, al que consideraba un monje.

Dos meses después –el 18 de enero de 1152–, se casaban, Henry, de 19 años y Alienor de 29, quien entregaba como dote a su nuevo esposo el Ducado de Aquitania con todos sus territorios y señoríos, de modo que Henry, quien por sus padres ya era Duque de Normadía y Anjou, alcanzaba en Francia unos dominios territoriales superiores a los del propio monarca francés. Ocho hijos tuvieron, de algunos de los cuales se ocupará mucho la Historia.

He aquí que el Arzobispo de Canterbury tenía gran interés en vigilar los pasos del nuevo soberano y, a este efecto, destinó a Thomas Becket, un normando de 38 años que procedía de una familia de mercaderes acomodados y había sido educado como un gentilhombre.

Desde el primer momento Henry y Thomas se hicieron inseparables. Buen jinete, torneador, ingenioso y trabajador, Thomas se convirtió en el perfecto Canciller y amigo junto al cual el rey vivió las que probablemente fueron las mejores horas de su vida.

Becket o el honor de Dios de Jean Anouilh, fue la base del guión para la película de igual título, dirigida en 1964 por Peter Glenville, en la que Richard Burton –Becket– y Peter O'Toole –Henry II–, representan con asombroso realismo las características de ambos personajes.

En esto, falleció el Arzobispo de Canterbury y Henry se propuso colocar a Becket en su sede. Para ello hubo de empeñarse, pues el Canciller era famoso y mucho más conocido por caballero que por religioso. Pero Henry se proponía y hacía, así que Becket fue Arzobispo de Canterbury, aunque se dice que en un principio se negó a aceptarlo previendo que su elección podría imponerle ciertas decisiones desagradables para su amigo el rey cuya personalidad e intereses conocía con exactitud.

Prácticamente desde el momento en que Becket puso un pie en Canterbury, dejó fuera al caballero y al amigo del rey y se convirtió en una especie de asceta con un claro concepto de sus nuevas prioridades, si se veía en la necesidad de optar entre el servicio de Dios y el de su señor. El monarca quedó al margen de su existencia, como quedó su armadura. Y empezó la guerra entre los dos amigos. 

Hacía años que en Inglaterra se habían separado los tribunales civiles y los eclesiásticos, pero, andando el tiempo, la iglesia fue asumiendo la mayor parte de las causas, aduciendo que en el origen de todo crimen o delito, siempre había un caso de conciencia. Además, el pueblo, en general, prefería la justicia eclesiástica, que sólo imponía multas o penitencias, al contrario que la civil, muy habituada a cortar cabezas.

A su vuelta del Concilio de Tours, Becket traía varios presupuestos que no consideraba negociables: abolición de la jurisdicción civil sobre la eclesiástica; elección por parte de la iglesia de sus prelados, sin intervención real y propiedad absoluta e independiente de sus bienes.

Enrique, por su parte, exigía la igualdad de todos los individuos ante la ley, de modo que, en su opinión, cualquier clérigo condenado por delitos civiles debía ser degradado y entregado a la justicia civil, a lo que Becket se opuso, alegando que semejante medida supondría ser juzgado dos veces por el mismo delito. En consecuencia, Enrique, viendo que la administración civil de justicia perdía contenido de día en día, convocó a su vez el Concilio de Clarendon, en el cual, finalmente, se aprobaron todas las propuestas reales. Becket también las firmó, pero más tarde alegó que lo había hecho bajo amenazas. El Papa relevó al Arzobispo de su juramento, pero ello no le libró de ser condenado por un tribunal civil; hasta ahí habían llegado las cosas entre los dos viejos amigos.

Acto seguido, Becket se armó con su báculo y se fue a Francia, a la ciudad de Vezelay, desde donde lanzó excomuniones para todos aquellos que se habían pronunciado contra él.

Enrique II, a quien también alcanzaba la temida excomunión, sabía que si esta llegaba a pronunciarse, todo su reino seguiría la misma suerte, de modo que reprimió su cólera y, reuniendo toda la paciencia de que fue capaz, acudió a Freteval, en Normandía, donde se encontraba entonces el Arzobispo, resuelto a hacer las paces con él, algo que pareció lograr, cuando finalmente Becket juró respetar las leyes civiles y aceptó volver a Inglaterra. El sacrificio de buena parte de sus principios por parte de ambos, parecía haberlos devuelto a la senda del buen entendimiento.

Pero, en realidad nada se había resuelto. Apenas llevaba el Arzobispo unos días en Inglaterra, cuando recibió despachos de Roma, que él mismo había solicitado, mediante los cuales, el Pontífice degradaba a todos los Obispos que no le habían apoyado.

El hecho desató la ira, a duras penas contenida hasta entonces, de Henry. De acuerdo con las leyes que Becket había jurado acatar, ningún súbdito podía recurrir a Roma sin autorización real. Pero las diferencias no terminaron ahí.

En 1170 los arzobispos de York, Londres y Salisbury, celebraron una ceremonia en Londres, por la cual coronaban al segundo hijo de Enrique, con el fin de que pudiera ejercer el gobierno con su padre. Henry, el hijo, fue llamado The Young King, El Joven Rey, aunque tal vez fuera más popular su curioso apodo, Courtmantle; Manto Corto. Al parecer, tal ceremonia era privilegio de Canterbury, de modo que cuando Becket lo supo, procedió a excomulgar a los tres obispos participantes.

Enrique recibió la noticia cuando celebraba la noche del 24 de diciembre de 1170, en Lisieux. De acuerdo con todos los relatos, fue entonces cuando, agotada su paciencia ante aquella actitud que consideraba un verdadero reto, gritó:
-¿Qué miserables haraganes y traidores he alimentado y criado en mi propia casa, que permiten que su señor sea tratado de forma tan ignominiosa por un clérigo mal nacido?

Al parecer, tales palabras, con el tiempo sufrieron una extraña transformación: "¿Es que nadie me va a librar de ese sacerdote turbulento?"

En todo caso, cuatro caballeros presentes, bien al sentirse aludidos como miserables haraganes, que no hacían nada por su señor, o quizás porque  entendieron como una orden lo de que alguien debía impedir que ese mismo señor fuera tratado de forma tan ignominiosa, se dispusieron a cruzar el Canal aquella misma noche.

Cinco días después, el 29 de diciembre, Sir Reginald Fitzurse, Sir Hugo de Morville, Sir William Tracy y Sir Richard Le Breton llegaban a la Catedral de Canterbury.

Dejando sus espadas al pie de un arbol junto al atrio, y ocultas sus armaduras bajo la capa, entraron en el templo acompañados por un cierto subdiácono, clérigo del diablo, llamado Hugh.

–¿Dónde está Thomas Becket, traidor al rey y al reino?
No hubo respuesta.
–¿Dónde está el arzobispo? –Preguntaron de nuevo.
–Aquí estoy –se oyó una voz tranquila–, y no soy un traidor al rey, sino un sacerdote. ¿Por qué me buscáis? Dios me prohibe enfrentarme a vosotros con la espada–, dijo e hizo ademán de marcharse, pero los caballeros se aproximaron a él.
–Absuelve y restaura en la comunión a aquellos que has excomulgado y devuelve sus oficios a los que has suspendido–, dijo uno de ellos, a lo cual Thomas replicó:
-No se han arrepentido, de modo que no los absolveré. 
-Entonces morirás ahora y experimentarás lo que tú mismo has provocado.
–Estoy preparado para morir por mi Señor y sé que mi sangre traerá a la iglesia paz y libertad, pero, en nombre de Dios omnipotente os prohibo que hagáis daño a estos hombres en ningúna manera, sean clérigos o civiles.

Entonces le informaron de la obligación de presentarse en Winchester para dar cuenta de sus actos, pero, como era de esperar, Becket respondió que no tenía que dar cuenta de nada y menos en Winchester. Los caballeros salieron de nuevo y tomaron sus espadas.

Con un rápido movimiento pusieron sus sacrílegas manos sobre él tratando de sacarlo fuera de los muros de la iglesia como un prisionero, pero no pudieron separarlo de una columna. Entonces dijo Becket a uno de los caballeros:

–No me toques, Rainaldus –Fitzurse-, tú, que me debes fidelidad y obediencia; tú que como loco sigues a tus cómplices.


–No te debo ninguna fidelidad ni obediencia porque te opones a la lealtad que debo al rey mi señor.

El invencible martir –continúa describiendo el testigo llamado Grim-, viendo que llegaba la hora que le traería el final de esta miserable vida mortal, inclinó la cabeza y se puso a orar uniendo las manos. Pero apenas terminó de hablar el impío caballero, temiendo que Thomas pudiera ser salvado por la gente y escapara con vida, de pronto se lanzó sobre él y le hirió en la cabeza. Grim, que por el mismo golpe fue herido en un brazo, sostuvo al Arzobispo entre sus brazos.

Becket recibió otro golpe en la cabeza y aún se mantuvo en pie, pero con un tercero, cayó de rodillas diciendo en voz baja: Por el nombre de Jesús y la protección de la Iglesia, estoy preparado para abrazar a la muerte.

Entonces el tercer caballero infligió una herida definitiva al caido; con rabia golpeó con la espada su coronilla separándola de la cabeza y cayó al suelo, donde el cerebro se mezcló con la sangre, cambiando su color en lila y rosa –los colores de la Virgen María–.

Un quinto hombre, no caballero, sino clérigo que entró con ellos, pisando el cuello del santo sacerdote –¡horrible es tener que decirlo!-, esparció sus sesos y la sangre por el suelo, diciendo a los demás:

–Podemos irnos de aquí, caballeros, este no volverá a levantarse.

Los mismos hombres que no dudaban en sacrificar la vida sin otro interés que el de recuperar los santos lugares en beneficio exclusivo de su alma, podían, llegado el caso, matar ferozmente a un hombre desarmado; la brutalidad asociada a la caballeresca armadura, produjo actos de ambos tipos en innumerables ocasiones.

Hasta aquí, la muerte del primero de los dos amigos. El rey Plantagenet siguió muriendo, aunque tardó mucho más que Thomas.

Cuando los monjes disponían el cuerpo de Thomas Becket para su enterramiento, lo hallaron lleno de marcas y heridas causadas por la aplicación de disciplinas.

El Papa excomulgó a los cuatro caballeros quienes posteriormente hubieron de peregrinar a Roma en busca del perdón, que el pontífice les concedería tras cumplir  una penitencia consistente en catorce años de servicio en Tierra Santa.

Menos de tres años después de su muerte, Becket fue canonizado y sus restos mortales se convirtieron en objeto de peregrinaciones masivas. En un principio fueron depositados en Saint Dunsntan, para pasar más tarde a la Capilla Holly Trinity, también en Canterbury. Hoy arde permanentemente una vela en el lugar que ocuparon antes de pasar al Museo Victoria y Alberto, dentro la urna que ya conocemos, en uno de cuyos laterales se representa vivamente el momento fatal del ataque de los caballeros.



La veneración del Santo dio lugar a su vez, a un cierto ambiente de sordo rechazo hacia el rey excolmulgado, cuya popularidad decrecía al mismo ritmo que aumentaba la del santo.

Finalmente Henry se vio compelido a solicitar la absolución, a cuyo efecto hubo de hacer frente a su propia penitencia. Se dirigió a Canterbury en peregrinación –parece que iba descalzo– y allí, en la cripta, junto a la tumba de su antiguo amigo, habiendo dejado su torso al descubierto, se dice que fue azotado por setenta monjes.

Enrique fue absuelto, pero la vida le reservaba terribles decepciones, propiciadas, esencialmente por parte de sus propios hijos. De ellos nos ocuparemos en próximos capítulos, porque se trata de personajes del calibre histórico de Ricardo Corazón de León  –Richard Coeur de Lion–, o Juan Sin Tierra –John Lackland–.

Nos detendremos un instante, sin embargo, en su hija, Leonor Plantagenet, quien en 1170 se casó con el rey castellano Alfonso VIII. La novia recibió en arras la ciudad de Soria, en cuyo centro se encontraba la Iglesia de San Nicolás, de la que hoy podemos contemplar una sugestiva ruina que logra abstraernos de la actualidad a pesar de los siglos. 

Pues bien, como homenaje o, tal vez como desagravio hacia Becket, Leonor hizo pintar sobre sus muros una representación de los hechos que dieron lugar a la muerte de Santo Tomás Becket, parte de la cual fue descubierta e identificada, hace muy pocos años.

Continuará…


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